El pasado domingo 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, tuve la suerte de participar en la Media Maratón de Guadalajara. Hubo que madrugar, sí, pero no demasiado. La carrera empezaba a las 10:30 y el viaje en coche no iba a durar más de tres cuartos de hora. La cuestión era que tenía que recoger mi dorsal ese mismo día y convenía estar muy pronto para poder hacerlo sin prisas ni colas innecesarias. Así que el despertador sonó, implacable, a las 6:00 a.m.
A las 7:30 dirigía mis pasos hacia el coche. ¡Hacía un frío del mismísimo carajo! Y eso, en Madrid, con lo que era de esperar que en Guadalajara lo hiciera aún más, pero me senté al volante tratando de no pensarlo demasiado. A uno le gusta el running, pero no deja de ser una persona con las mismas debilidades que cualquiera y esa idea recurrente de "con lo calentito que se está en la cama, quién te manda ir a pasar frío" emergía en mi mente, incordiando lo suyo.
El caso es que llegué bien. Con algún despiste en alguna salida, pero bien. Vamos, lo que me suele ocurrir en estos casos. Aparqué un poco lejos del estadio Fuente de la Niña, punto de partida de la gesta y, tal y como preveía, pude sentir el esperado frío intenso.
Sobre las 8 y cuarto recibí mi dorsal (yo creo que fui el primero en retirarlo en el día de la carrera). Una amable joven voluntaria me lo dio junto con una bolsa llena de cosas que aún no sabía qué eran.
-Ten cuidado, no la golpees, que lleva un tarrito de miel -me dijo.
¡Un tarrito de miel! ¡Claro, Guadalajara, miel de la Alcarria, la mejor!, pensé. Casi no me podía creer que fuera cierto un regalo tan original. Lo agradecí, sonriendo a mi vez y me fui al vestuario. Allí me quité el chándal y me coloqué el dorsal, lo metí todo en la mochila y la dejé en el guardarropa. Como aún faltaba mucho tiempo, volví al vestuario y me senté en uno de los bancos a esperar. Por lo menos se estaba calentito.
Tuve la oportunidad de charlar unos momentos con un joven corredor, que iba a la otra carrera, la 11KM Witzenmann, que también se celebraba en ese día.
-¡Uf! Esta media es muy dura -me dijo-. Tiene muchas cuestas.
-Lo sé -le respondí-. He leído que es una de las más duras de España. A ver qué tal se me da.
Me contó que amaba correr. Que quería seguir haciéndolo muchos años.
-¿Sabes por qué me encanta la media maratón? Porque nunca estoy seguro de que la voy a poder terminar -le solté, casi sin venir a cuento, porque me encanta contar esto a todo el mundo.
Me dirigió una sonrisa de complicidad y nos deseamos suerte. El salió y yo permanecí un poco más.
Al poco salí a calentar por la pista de atletismo. Había poca gente. Una chica rubia daba vueltas y vueltas. Imagino que ella no iba a participar en ninguna de las dos carreras, porque si no llegaría fatigada antes de empezar. Traté de calentar bien sin forzar. No quería que me pasara como en Moratalaz, que sufrí unas fuertes molestias desde el kilómetro 3.
Media hora antes salí afuera del estadio, donde estaban unos puestos y el arco de meta. ¡Era impresionante el ambiente que se respiraba! Música, amigos que se encontraban, un locutor animando, pero animando de verdad, no como el soso de Moratalaz. En un momento, el megáfono nos sugirió que debíamos ir al arco de salida, que se encontraba algunos metros más arriba del de meta y allá fuimos. ¡Qué sorpresa me llevé cuando vi que allí no había detector del chip! Eso significaba que no era posible registrar el tiempo real que haces. A efectos prácticos, que iba a marcar unos cuantos segundos, calculo entre 20 y 40, más de lo que realmente hubiera tardado si me registra la salida en el momento en que pasara por debajo del arco.
David, no hagas locuras -me dije-. Esta media no es para pretender hacer tiempo. Es demasiado dura, hace un frío de tres pares de narices y además te va a marcar tiempo de más. Así que, tranqui. "Al merme", como diría el gran Mota. O "al tran tran", como decimos en el mus.
Tras la cuenta atrás, dieron la salida. Poco a poco, fuimos atravesando el arco y empezamos la carrera cuesta abajo.
Pasamos la primera rotonda, en la que un grupo animaba con sus tambores. O bombos, lo que sean esos instrumentos de percusión, marcando un ritmo sabrosón que nos animaba muchísimo nada más empezar.
Al principio, corrimos por unas calles muy estrechas para acogernos a todos. Había que tener cuidado de no chocar, no tropezar y no poner la zancadilla a nadie. A ritmo muy tranquilo, pues ya nos hartaríamos de correr a lo largo de la mañana.
Enseguida vino la primera cuesta, en la que nos metíamos en el pueblo. Tocaba tomarlo con calma. El primer kilómetro lo hice, según mi aplicación, a 7:42. O sea, podríamos decir, a paso de tortuga con reúma. No me alarmé, ya que tenía claro que al principio hasta pasar por el arco de salida solo podía andar por todo el mogollón de corredores que tenía delante, por lo que no le di ninguna importancia. Había que disfrutar y no estar demasiado pendiente de los tiempos.
Tras la cuesta arriba, una cuesta abajo. Me acordé de aplicar la psicología inversa que tan buenos resultados me da: a diferencia de la lógica del corredor, que aprieta en las cuestas arriba y se relaja y recupera en las cuestas abajo, yo, cuando viene una cuesta abajo me digo "hay que trabajar" y me fijo en la técnica de pisada, en la cadencia, en la zancada, en la respiración... Y cuando toca una cuesta arriba, "hay que disfrutar", por lo que levanto la cabeza, miro a un lado y a otro, me fijo en los árboles, en los parques, en algo gracioso... ¡Lo que sea! Creo sinceramente que decirle a mi mente que tiene que disfrutar en las cuestas arriba es una de las mejores técnicas que puedo aplicar.
Y lo cierto es que me animé. Ya el kilómetro 2 lo hice a 6:00. Y, desde el 3 hasta el 16, todos fueron por debajo de 6, excepto el 7, que fue a 6:10, como vi después. ¡Mi psicología inversa funciona, por lo menos a mí!
Pero vamos a la carrera. Como digo, la popular Media de Guada es una verdadera montaña rusa, con lo que, si llevas mal lo de las cuestas, como un amigo que yo me sé, ésta creo que no es para ti porque sufrirías demasiado. Al tratarse de un circuito de dos vueltas, si has acabado harto con la primera sabes perfectamente que te queda una segunda.
Sin embargo, para mí fue una experiencia muy grata. Un recorrido variado y una fantástica animación. A pesar del frío, allí estaba la gente, en la calle o incluso desde las ventanas. Al ser una ciudad pequeña, a muchos corredores les conocían y gritaban su nombre: recuerdo a un tal Manolo que le vocearon en distintos puntos. Una corredora se quitó una sudadera que la estorbaba y desde una ventana, imagino que la de su propia casa, un señor, imagino que su padre, le gritó "tírala al suelo, que ahora bajo y la recojo".
Pasamos por el centro, por la plaza de la iglesia de San Ginés. Más música y más animación por megáfono, pidiendo que se nos aplaudiera porque lo merecíamos, decían. ¡Ellos sí que merecen nuestros aplausos! Al fin y al cabo, nosotros hacemos lo que más nos gusta, pero ellos animar en un día así... ¡Son sencillamente geniales!
Tras el avituallamiento en el kilómetro 5, al salir del centro una pequeña cuesta abajo, un giro a la derecha... y una cuesta arriba ¡brutal! A apretar gemelos y abdomen... o a disfrutar como yo me digo, pero a subirla. Arriba, un grupo de tres señoras nos aplaudía cuando llegábamos con la lengua fuera. Después, giro a la izquierda y a bajar una cuesta empinada. Para mí, a trabajar. A marcar pisada, acompasar braceo, estirar zancada...
Sobre el kilómetro 7, cuesta arriba no demasiado pronunciada, pero larga, muy larga. Luego vi en un plano que era el bulevar de Entrepeñas y al llegar arriba del todo, ¡más música! ¡Más animación! Eso te recuperaba del esfuerzo mucho más que un Aquarius.
Giramos a la derecha y fuimos paralelos a una autopista, separados de ella por un parque. También era cuesta arriba, pero casi llana. Eso sí, con ocho kilómetros de subibaja en las piernas. Ahí estábamos todavía fuertes.
Para finalizar el circuito, bajada, subida y vuelta a bajar para llegar a pasar de nuevo por el arco de salida y empezar la segunda vuelta, con avituallamiento en el kilómetro 11. Y esta vez hice algo nuevo que ya traía planeado. Os cuento:
En lugar de tomar el agua y el gel deportivo en ese mismo momento, cogí la botella de agua y corrí casi un kilómetro más con ella en la mano, aprovechando que era momento de cuesta abajo y, por tanto, no era momento de romper el ritmo. Cuando llegó la primera cuesta arriba, entonces bajé un poco el ritmo y aproveché a beber agua e ingerir el gel.
¿Por qué lo hice así? En mis entrenamientos, y también en mi última carrera, había estado mejorando mis tiempos, con lo que llegaba al kilómetro 10 por debajo de la hora y con buena energía. Entonces ¿por qué tomar el gel, si voy bien de fuerzas? Mejor tomarlo un poco más adelante, cuando estoy algo más fatigado y cuando queda menos carrera. Así, los efectos del gel se prolongan a ese ya conocido momento crítico del kilómetro 18.
Pues así fue. ¿Recordáis que iba con buenos tiempos hasta el 16? Por tanto, creo que posponer la ingesta del gel fue una buena decisión.
Efectivamente, en los kilómetros 17 y 18 apareció el bajón, como siempre. Pero esta vez era mucho más controlable. Me dolían las caderas, las rodillas y los músculos del abdomen. A las piernas ya les costaba mantener el ritmo y sentía cierta fatiga, sí. Pero no era esa tremenda sensación de vacío interior, de no poder con mi alma, de haber traspasado mi límite energético. Fue diferente: los kilómetros 16, 17, 18, 19 y 20 marcaron, según mi aplicación, 6:00, 6:15, 6:00, 6:17 y 6:20, algo que para mí no está nada mal. Sobre todo, teniendo en cuenta la dureza del reto.
Un corredor que me adelantó me preguntó:
-¿Qué tal? ¿Cómo vas?
-Razonablemente bien -le dije-. Mejor de lo que esperaba.
Ya quedaba poco. Por fin se vislumbraba la rotonda de los de la batucada. Allí seguían tocando, incansables. Les aplaudí a mi paso.
Finalmente, atravesé la meta con gran alegría. Me dolía todo pero me sentía feliz. Me pusieron la medalla y me dieron un gran avituallamiento: Nestea, Coca Cola, Aquarius, una manzana, una barrita energética, una botella de agua, ¡una bolsita de torreznos...! Pero faltaba lo mejor.
En el recinto del estadio de la Fuente de la Niña, daban ¡migas! ¡Y qué migas! Con tocino, chorizo, butifarra y uvas. Recogí las mías y tuve que ir al vestuario a abrigarme porque en ese momento el frío era aún mayor. Después, me las comí tan ricamente.
Allí, los corredores se reunían con su familia y amigos. Y, por lo que vi, hubo migas para todos. ¡Al día siguiente leí que hubo hasta cerveza! Lástima que yo no me enteré en el momento. Y también me enteré tarde que daban masajes a quien lo necesitaba.
Tras comprar el pan y, aprovechando que estaba en Guadalajara, unos borrachos, me fui al coche muy satisfecho. ¡Qué maravilla de carrera! ¡Qué recorrido, qué ambiente y qué avituallamiento final de lujo! Allí me fui con una bolsa que aún debía descubrir su contenido.
Al llegar a casa empecé a sacar cosas de allí: la camiseta conmemorativa, un gel deportivo, ¡un tetrabrik de kéfir! ¡una mochila de corredor! ¡una gorra! ¡Y el tarrito de miel de la Alcarria! ¿Alguien da más por menos? La carrera fueron 15 euros, mucho más económica que otras con menos alicientes. ¡Increíble! Desde aquí, mi aplauso a la organización.
Por último, los resultados estuvieron accesibles en el mismo día, ya al anochecer. Consulté mi tiempo. ¡2:02:41! ¡Fue mi segunda mejor marca en una media maratón! La mejor es de 2:02:22 en Fuencarral. Entonces pensé ¿qué hubiera pasado si hubieran registrado el tiempo real? ¿Hubiera batido entonces mi propio récord? Bueno, eso nunca lo sabremos. Era posible y eso era suficiente para estar muy contento.
De la experiencia saco dos conclusiones:
1. Soy lo que se dice "un disfrutón" del running. Cuanto más disfruto corriendo, mejor tiempo hago.
2. Fue un acierto posponer la ingesta del gel deportivo. Lo volveré a hacer en las siguientes carreras.
Y esto es todo por hoy. Siguiente estación: Getafe. La ciudad de mi fracaso: la única media en la que me tuve que parar. ¡Te tengo ganas!