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domingo, 4 de febrero de 2024

Un hallazgo en el camino (reeditado)

Relato finalista en el I Concurso de Relatos Cortos Vallekas Negra 2024.


A sus veinte años, Estrella había logrado con brillantez una plaza fija como policía nacional. Rubia, con ojos verdes, 173 centímetros de esculpida figura femenina y el dominio de la defensa personal acreditado con un cinturón negro de kárate, era valiente, aunque cauta. Vivía de alquiler en un humilde piso bajo situado en la calle de Palazuelos, en Villa de Vallecas, con la única compañía de Ficha, su gato blanco y negro. Allí había preparado las oposiciones, estudiando mucho y entrenando más en un gimnasio low cost cercano, y saliendo a correr al anochecer por un circuito que ella misma se había diseñado, con algunos tramos por descampados poco transitados.

sábado, 16 de diciembre de 2023

Un incidente en la carretera

Juan Carlos Espinel era un gran agente inmobiliario. Con 31 años y una extraordinaria madurez, alto, delgado, elegante y guapo, de presencia impecable, exquisitos modales, y verbo cuidado y ágil, era de los mejores del país en su profesión. Gracias a su buen hacer con las técnicas de venta, había logrado un éxito sin precedentes para DomusFree, empresa líder en el sector en toda España, concretamente en la compraventa de vivienda de segunda mano. Pero sus habilidades no se agotaban ahí.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Un hostal en el camino

Se llamaba Santiago Rojas Mateo. Quizá por su propio nombre, este hombre moreno y enjuto de 42 años había sentido la necesidad de realizar el camino espiritual del Apóstol. Y, quizá por eso también, no quería transitarlo como la mayoría de los peregrinos. Ni necesitaba andar siguiendo flechas amarillas en busca de la catedral compostelana, haciendo parada en los pueblos, albergues y templos más ortodoxos, ni tampoco le apetecía seguir las señales del GPS en la pantalla de su móvil para no perderse. El tan sólo anhelaba seguir los designios del destino, de su propia intuición y de Dios, aunque tampoco estuviese muy seguro de creer en Él. Lo suyo era el eco de la sabiduría milenaria de viejas leyendas celtas, de astrónomos, de alquimistas, y de las supersticiones de las meigas y la santa compaña.

sábado, 21 de octubre de 2023

Aquel bosque (reeditado)

Relato ganador del primer premio del IV Concurso de Relato Corto de la Asociación Cultural Dehesa Vieja ACUDE, de San Sebastián de los Reyes.

 
Cuando mis pálidos restos
oprima la tierra ya,
sobre la olvidada fosa,
¿quién vendrá a llorar?

Gustavo Adolfo Bécquer.


Decididamente, Marta se había extraviado. Tras innumerables idas y venidas por el monte, aquella joven de veintidós años de vida independiente, habitualmente lista y autosuficiente, esa tarde de agosto había cometido el error de adentrarse demasiado en aquel pinar sin tomar puntos de referencia que le pudieran servir de orientación para regresar. Fue un exceso de confianza en sus propias capacidades.

lunes, 28 de agosto de 2023

La última copa

 –¡Ni una copita de coñac más! ¿Me has oído? ¡Ni una sola!

Esas fueron las palabras que Josefa le espetó a Ramón, su marido, a la salida del centro de salud de Carabanchel, después de que la doctora Elena Izquierdo les hizo ver a ambos el resultado de sus análisis clínicos. Don Ramón, a sus ochenta años de edad, operado de cáncer de vejiga y superviviente de dos infartos de miocardio, no estaba en condiciones de permitirse esas licencias con el alcohol. Menos mal que, al menos, había abandonado el tabaco hacía ya 15 años.

viernes, 19 de mayo de 2023

Lo que se da a la tierra, en la tierra debe quedar

Desde siempre me ha gustado viajar solo. Disfruto sumergiéndome en nuevos lugares, conociendo nuevas culturas y gentes, sin una previa planificación exhaustiva. Únicamente decido una fecha de partida y otra aproximada para volver. Así, he visitado distintos países de los cinco continentes cuyas experiencias me han enriquecido en mayor o menor medida, pero ninguna de ellas se puede tan siquiera comparar a la que viví en Hungría.

domingo, 12 de marzo de 2023

El bibliófilo

«Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los bichos, el tiempo, y su propio contenido»

Paul Valéry 


Jacinto Verdaguer era lo que podríamos considerar un padre de familia ejemplar. Felizmente casado con Susana Calderón, tuvieron dos hijas, Andrea y Cristina, que en el momento de los hechos que voy a relatar, tenían catorce y doce años de edad respectivamente. Vivían los cuatro en una vivienda de 140 metros cuadrados situada en el Ensanche de Vallecas, de Madrid. Gozaban de una situación económica bastante desahogada, dadas las ocupaciones de ambos: ella trabajaba como ingeniera informática de una gran empresa, mientras que él regentaba una tienda de venta y reparación de bicicletas, negocio que vivió un espectacular auge durante esa época de nuestro pasado reciente conocida como postpandemia.

domingo, 9 de marzo de 2014

Venganza

Objeto antiguo de mis delicias... ¡Hoy objeto de horror para cuantos te vean! Montón de huesos asquerosos... ¡En otros tiempos conjunto de gracias! ¡Oh tú, ahora imagen de lo que yo seré en breve! Pronto volveré a tu tumba, te llevaré a mi casa, descansarás en un lecho junto al mío; morirá mi cuerpo junto a ti, cadáver adorado, y expirando incendiaré mi domicilio, y tú y yo nos volveremos ceniza en medio de las de la casa.

José Cadalso: Noches lúgubres.


A medianoche, sus pasos crujían sobre la rancia arena del cementerio.

Isidro González, de oficio sepulturero, a sus treinta y cinco años, había tenido que acudir al camposanto de noche, abrir el portón y entrar, buscar sus bártulos habituales, dirigirse hacia la tumba de Elisa Ramos, su esposa de veintiocho años recién fallecida, desenterrar su cadáver, y ahora se encontraba llevándolo en un saco sobre su espalda, tratando de salir de allí.

domingo, 23 de febrero de 2014

Aquel bosque


Cuando mis pálidos restos

oprima la tierra ya,

sobre la olvidada fosa,

¿quién vendrá a llorar?

Gustavo Adolfo Bécquer.


Decididamente, Marta se había extraviado. Tras innumerables idas y venidas por el monte, aquella joven de veintidós años de vida independiente, habitualmente lista y autosuficiente, esa tarde de agosto había cometido el error de adentrarse demasiado en aquel pinar sin tomar puntos de referencia que le pudieran servir de orientación para regresar. Fue un exceso de confianza en sus propias capacidades.

Había aparcado su antiguo Renault Clio azul de segunda mano en el margen de la pista de arena, a la falda del monte, para internarse por una senda estrecha entre pinos, zarzas y jaras en busca de piñas con las que alimentar su estufa durante el próximo invierno. Y en ese momento, tras haber llenado dos bolsas, era incapaz de regresar.

Caminaba apresurada, arrastrando su carga. Movía su cabeza ondeando una melena corta de pelo liso y negro a ambos lados, mientras escudriñaba con sus ojos negros e inteligentes entre la espesura en busca de algún indicio que la orientase. ¡Vamos! Seguro que pronto aparece el camino, se decía a sí misma una y otra vez. Pero aquello no ocurría. El cansancio había empezado a hacerse sentir, pues, empujada por la ansiedad, había recorrido ya un montón de kilómetros en todas las direcciones, andando y desandando campo a través.

Se detuvo con la blusa empapada en sudor. El sol hacía ya rato que se había ocultado por detrás de las copas de los pinos. ¡Maldita sea! –pensaba–. ¡Me va a coger la noche en pleno monte!

Una vez más, palpaba con mano trémula el bolsillo de su pantalón vaquero en busca de su teléfono móvil, para volver a comprobar que seguía sin cobertura.

–¡Mierda!– Gritó ahora, como si alguien pudiese oírla, y arrojó contra el suelo las bolsas para abandonarlas allí y volver a caminar, ya más ligera.

Ya casi no se ve. Si al menos se escuchara el ruido de algún coche que me indicara que hay una carretera cerca… Pero ella sólo oía el crujir de sus pasos sobre las pinochas resecas que alfombraban el terreno. Y a su alrededor no podía ver más que una amalgama de pinos, arbustos y piedras cada vez más espesa.

Hubo un momento en el que la oscuridad se hizo ya completa. Era, además, una noche sin luna. Nerviosa, volvió a sacar el móvil del bolsillo para utilizarlo como linterna. No alumbraba demasiado, pero al menos le permitía, aunque lentamente, seguir avanzando. Al haber disminuido su visión, fue entonces consciente de otro tipo de sonidos propios de un bosque: el chirriar de los grillos, el ulular de alguna lechuza, roces muy cercanos como de algo arrastrándose... Y también de sensaciones táctiles de patas de insectos que la  recorrían los brazos o la cabeza. ¡Malditos bichos! ¡Fuera, fuera! Pensaba, mientras se sacudía sin dejar de caminar, con la esperanza de encontrar, si no una carretera, al menos una pista forestal o un cortafuegos que la condujese a algún lugar habitado.

Pero un nuevo contratiempo tuvo lugar. La batería del teléfono se agotó y Marta se encontró sumida en la más completa oscuridad. Entre aquella vegetación agreste sobre terreno irregular con zanjas y rocas, era ya incapaz de continuar sin tropezar con algo o resbalar y caer Dios sabe dónde. Llegó un momento en que no tuvo más opción que sentarse allí mismo, permanecer muy quieta y esperar al amanecer. Entonces fue consciente de su cansancio físico extremo, de la sed espantosa debida a su deshidratación que resecaba su boca, de su agotamiento mental. Incluso de su miedo, pues, mientras se estaba moviendo, sus pensamientos se centraban en encontrar la solución al problema en que se había metido. Pero ahora sólo cabía esperar, y su mente enloquecía conjeturando peligros. Lobos. Escorpiones. Serpientes. O algo peor. Sin poder evitarlo, acurrucada y temblorosa, rompió a llorar con desesperación.

De repente interrumpió su llanto. Un nuevo sonido llamó su atención. Era como una profunda y lenta respiración a lo lejos que abarcaba buena parte del pinar. Retiró las manos de delante de sus ojos y se percató de que ahora sí podía ver el paisaje que la rodeaba, aunque la luna seguía sin aparecer. De los objetos mismos emanaba una luminosidad apagada y fría, entre grisácea y verde, suficiente para, al menos, percibir el contorno de las cosas. Marta podía verse a sí misma sentada en un suelo ligeramente inclinado, con una gran roca con grietas producidas por la erosión enfrente, a cuatro metros de ella, un frondoso arbusto de jara a su izquierda y la inmensa multitud de pinos de altas copas por doquier. De fondo, aquella extraña respiración como un jadeo cadencioso que crecía en intensidad cada vez más..

Su sensación de miedo se transformó en profundo terror cuando fue consciente de que la naturaleza que la rodeaba no sólo emitía una misteriosa luz, sino que, además, árboles, rocas, arbustos, incluso piedras o ramas, eran objeto de un acompasado temblor o palpitación.

Presa del pánico, se levantó y echó a correr sin saber dónde, gritando sin control. Pero el piso mismo también había empezado a convulsionar, removiéndose y poniéndose blando, haciéndola perder el equilibrio y caer a un suelo que era ya un revoltijo fosforescente de hojas, ramas, arena, piedras, raíces... Intentó incorporarse, pero no lo consiguió: la tierra se estaba abriendo bajo sus pies como la boca de un terrible ser mitológico. Ella, sin dejar de gritar, forcejeaba intentando asirse a algo firme, alguna rama o raíz de pino, pero, a pesar de sus esfuerzos, resbalaba siempre hacia abajo. Sus pies tampoco cesaban de moverse sin obtener resultado. Y gritaba y gritaba sin conseguir oírse, pues el ruido de la horrible respiración de la espesura lo abarcaba ya todo.

En su caída hacia la sima, Marta tuvo la certeza de que el bosque gozaba engulléndola. Según se iba hundiendo, la tierra se recomponía, tapando así, progresivamente, su cuerpo hasta no dejar nada a la vista. Y en ese movimiento, entre terrones de tierra, plantas y bichos, ella pudo vislumbrar huesos. Tibias. Costillas. Cráneos. Los restos de otros seres humanos que, como ella, un día cualquiera se extraviaron  en el monte, no fueron capaces de regresar y engrosaron las listas de personas desaparecidas.

Cuando el bosque terminó de alimentarse, el piso poco a poco fue recobrando su consistencia y todos los objetos recobraron su ser habitual, sin fosforescencia ni temblor. Transcurrió la noche y, a la mañana siguiente, paseantes, montañeros, excursionistas y familias con niños disfrutaban de la paz y el sosiego propios de un paraje serrano, de aquella estampa de pura naturaleza tan sólo interrumpida por un Clio azul aparcado en un margen de la pista forestal que a ninguno de los allí presentes pertenecía, y por un par de bolsas sin dueño llenas de piñas que encontraron unos montañeros al separarse del camino.