Relato finalista en el I Concurso de Relatos Cortos Vallekas Negra 2024.
A sus veinte años, Estrella había logrado con brillantez una plaza fija como policía nacional. Rubia, con ojos verdes, 173 centímetros de esculpida figura femenina y el dominio de la defensa personal acreditado con un cinturón negro de kárate, era valiente, aunque cauta. Vivía de alquiler en un humilde piso bajo situado en la calle de Palazuelos, en Villa de Vallecas, con la única compañía de Ficha, su gato blanco y negro. Allí había preparado las oposiciones, estudiando mucho y entrenando más en un gimnasio low cost cercano, y saliendo a correr al anochecer por un circuito que ella misma se había diseñado, con algunos tramos por descampados poco transitados.
Hasta que llegó aquella calurosa noche de sábado. Tras extinguirse un tórrido día veraniego, para Estrella fue incluso apetecible recogerse el pelo en una cola de caballo, enfundarse su camiseta técnica fucsia, sus mallas negras cortas, y sus inseparables zapatillas Joma, fucsias también, para recorrer su habitual trayecto de diez kilómetros.
La noche tenía sus ventajas: temperatura más adecuada para la práctica del deporte, pocos viandantes que sortear, e incluso poder invadir de vez en cuando la calzada ante una eventual ausencia de circulación, algo que era muy de agradecer en aquella zona de estrechas aceras. Para realizar el recorrido, Estrella salía de su casa, bajaba por la calle Fuentidueña hasta la Avenida del Cerro Milano, ya empezando el moderno Ensanche de Vallecas donde las calles son más amplias. Tras pasar el puente que cruza la carretera M-45, tomaba un camino hacia su derecha por terreno sin edificar, para, tras superar un pequeño arbolado joven de escasa altura, adentrarse por pura tierra, seca y agrietada, donde lo habitual a esas horas era no cruzarse con nadie.
La joven agente, ya recubierta por el sudor, con trote suave, había tomado ese camino, punto en el que sistemáticamente aumentaba el ritmo, pasando de rodar a seis minutos el kilómetro para mantenerse entre cuatro y cinco. Cuando ya las casas eran unas manchas negras en el horizonte a su espalda, instintivamente se llevó los dedos al cinturón con cremallera, para cerciorarse de que allí estaba, junto a sus llaves y su smartphone, su spray antivioladores, el complemento idóneo a su ya sobresaliente habilidad para la defensa personal.
Había luna llena, por lo que la visión del terreno era suficiente. Como paisaje, algún conejo que cruzaba raudo el camino al advertir su presencia, y como ruido de fondo, los grillos y el roce acompasado de sus zapatillas sobre la tierra. Lo demás, silencio, y una especie de tranquilidad expectante.
Pero esa sensación controlable iba a quebrarse. La corredora sintió un escalofrío que le recorrió la espalda en medio segundo y la hizo detenerse nada más ver aquello. Algo extraño. Algo que no debía estar allí en ese instante.
Junto al margen izquierdo del camino que estaba recorriendo, se veía una silueta humana. Pequeña, agazapada, como buscando algo entre la arena. Cuando se hubo aproximado lo suficiente, se dio cuenta de que la extraña figura era una niña gitana, de unos ocho años. Estaba jugando con unos naipes que depositaba cuidadosamente en el suelo.
La agente, pasado el desconcierto inicial, empezó a cavilar. Intentaba recordar si por ese descampado había algún poblado chabolista del cual la niña se hubiese alejado y llegado hasta allí, pero no recordaba que hubiera ninguno. Decidió acercarse poco a poco a ella, hasta situarse a su lado, pero la cría ni siquiera levantó la cabeza.
–Hola. ¿Te has perdido, pequeña? –Le dijo.
La niña ni contestó. Recogía las cartas, barajaba el mazo y las extendía sobre la tierra con un cierto orden. Fue en ese momento cuando Estrella reparó en que aquel mazo de cartas era en realidad un tarot. Al parecer, aquella pequeña estaba practicando un raro juego adivinatorio.
–¡Eh, niña! ¿Es que no me oyes? –Le espetó en un tono mucho menos amable. Estrella detestaba profundamente las supersticiones acerca de aquella baraja. Extendió un brazo para agarrar el hombro de la gitanilla y en ese momento ésta se volvió con rapidez, mirando fijamente con sus grandes ojos negros a la corredora.
–Sabía que vendrías –Le dijo, helando su movimiento antes de que pudiera tocarla–. Ellas lo saben todo.
–Pero ¿qué dices, mocosa? Escúchame bien: te vas a venir conmigo ahora. Tenemos que buscar a tus padres –le respondió la mujer adulta, sin un atisbo ya de dulzura en su voz.
Ante estas palabras, la niña frunció el ceño y oscureció su mirada antes de responder.
–Pero mamá no me hizo caso. ¡Y se lo dije!
–¿Cómo? ¿Qué le dijiste? ¿Dónde está ahora tu mamá?
La gitanilla, en vez de contestar, volvió a recoger las cartas y empezó a barajarlas con parsimonia, como para volver a echarlas.
De un manotazo Estrella hizo saltar la baraja de las manitas infantiles, quedando los naipes tirados por el suelo, y la niña empezó a llorar. La policía la agarró por la muñeca.
–¡Vámonos ya! Es hora de encontrar a tus padres.
Y, con la otra mano, empezó a buscar en los contactos del móvil el número de la comisaría, cuando dejó de sentir el bracito de la niña. Se volvió, y en ese momento no había nadie con ella. Sencillamente, la cría se había esfumado.
El móvil cayó al suelo, agrietándose la pantalla.
¿Acaso lo había imaginado todo? Podría ser.
Pero al mirar al suelo, un poco más a la izquierda del teléfono, pudo apreciar con toda claridad unas cartas de tarot desparramadas. Miró a su alrededor. Se encontraba sola, de noche, únicamente iluminada por el resplandor de la luna, y ni rastro de la pequeña.
Y entonces sintió miedo. Miedo de verdad. De una manera para la que no estaba preparada.
Soltó un grito breve e intenso cuando el teléfono empezó a sonar y vibrar en el suelo. Sin quitar la vista de las cartas, se agachó, lo recogió y vio que la llamaban desde la comisaría.
–¿Sí? –contestó tratando de aparentar tranquilidad.
–¿Estrella? –respondió una voz masculina–. Tenemos una llamada tuya. ¿Sucede algo?
–No, no... Es que había salido a correr y... debo de haber marcado sin querer –mintió–. Disculpad.
Colgó. Apresurada, se guardó el teléfono en el cinturón y se dio la vuelta con la intención de alejarse corriendo de allí y no parar hasta llegar a casa, cuando oyó una risita infantil a sus espaldas que la hizo dar otro grito.
Miró en la dirección de la que procedía la risa y allí estaba. Un poco más lejos que la vez anterior. La niña gitana la contemplaba, ahora de pie, con una expresión siniestramente divertida. Su pequeña figura resplandecía misteriosamente en la oscuridad nocturna.
La joven policía quedó paralizada y temblorosa, sin saber qué hacer. Su parte más racional la impulsaba a ir hacia donde estaba la gitanilla para solucionar aquel caso tan extraño, que alguna explicación debía de tener, pero otra parte, más irracional e inconsciente, la impulsaba desde lo más hondo a que se marchara de allí a todo correr y cuanto antes.
–Ven –le dijo la niña–. Tienes que ayudarme.
–¿Por qué te fuiste antes si querías ayuda? –consiguió responder la mujer, atribulada.
–Me estabas agarrando. Me hacías daño. Ven, ya no me voy a escapar.
Estrella, temblorosa y empapada en sudor frío, empezó a caminar hacia la niña, cediendo a las razones de su yo racional y profesional. Poco a poco, se fue acercando. Pero cuando ya tan sólo faltaban unos pasos, la niña se alejó correteando.
–Eh, espérame. Que ya voy.
Y empezó a correr detrás de ella. No sabía cómo, pero aquella extraña cría parecía alejarse de ella sin esfuerzo, No había manera de acercarse hasta tener controlada la situación. Era como si se transportara con más rapidez de lo que podía conseguir simplemente corriendo, como si se desplazara flotando.
Y cada vez que se alejaba, soltaba aquella risita infantil.
Así, ambas se fueron internando en el descampado unos seiscientos metros más del punto en el que se habían encontrado por primera vez, momento en el que la gitanilla se detuvo, permaneciendo completamente inmóvil, con los pies juntos, muy seria. Mirando fijamente a Estrella que, jadeante, se acercaba a ella cada vez más.
Pero justo antes de que llegase a tocarla, la niña desapareció de nuevo.
–¡Otra vez! ¿Dónde estás, niña? –Gritaba la policía, nerviosa–. ¿¿¿Dónde te has metido???
Y lo que vio, la hizo llevarse las manos a la boca y saltar hacia atrás con un alarido.
En el suelo, en el lugar donde anteriormente había estado la gitanilla, había un cadáver. Un cuerpo de mujer gitana adulta, de unos treinta años, desnuda de cintura para abajo y con la blusa desabrochada. Tenía los ojos y la boca abiertos, y una costra de sangre seca por debajo de la nariz hasta la boca.
De la pequeña, ni rastro.
Estrella, con el corazón galopando en su pecho, trató de sobreponerse. Volvió a mirar al cadáver por segunda vez. Pudo apreciar múltiples hematomas por la cara y las piernas, y esta vez se percató de otra costra de sangre, incluso mayor que la de debajo de la nariz, en la cabeza. Evidentemente, aquella pobre mujer había muerto con violencia.
Buscó su deteriorado móvil e intentó llamar a la comisaría, pero no lo consiguió. Quizá por el golpe que había recibido, quizá porque en aquella zona no había buena cobertura... Quizá por ambas cosas.
Ahora no dudó. Presa del pánico, echó a correr lo más rápido que pudo en dirección a su casa. No era fácil orientarse en esos parajes sin iluminar en plena noche. Rectificó la carrera en varias ocasiones, tropezó, incluso se desequilibró y cayó una vez, pero la adrenalina la impulsaba y finalmente consiguió llegar a terreno poblado e iluminado. Cuando llegó a su casa, abrió con dificultad la puerta. Dado el temblor de sus manos le costaba un mundo atinar con la llave y la cerradura.
Cuando entró, hizo caso omiso a Ficha y fue directamente al teléfono fijo para llamar a la comisaría.
A duras penas, entre temblores de voz y frases entrecortadas, consiguió dar a entender que había encontrado un cadáver de una mujer gitana con signos de violencia en el descampado al sur del Ensanche de Vallecas, entre la M-45 y la M-50. El agente al otro lado de la línea consiguió tomar nota y trató de tranquilizarla lo mejor que supo.
Cuando colgó el teléfono, Estrella se preparó una infusión doble de valeriana que, a falta de tranquilizantes más fuertes, era lo mejor que tenía. Mientras se enfriaba, se dio una ducha y se puso ropa limpia. Después, se sentó en el salón a tomarla, despacio y tratando de no pensar.
Estuvo cerca de una hora sosegándose y, antes incluso de que amaneciera, fue a la comisaría caminando a paso ligero. La distancia era considerable, pero el paseo le sirvió para centrar un poco más su mente. Nada más llegar, irrumpió en el despacho del comisario, un hombre de unos 55 años, barrigudo y con bigote, que permanecía de guardia aquella noche y en esos instantes estaba tomando un vaso de café con leche de la máquina expendedora.
Tras saludarse brevemente, el comisario informó de inmediato a la joven policía:
–Ya hemos encontrado el cuerpo. Se encontraba tal y como nos dijiste. El juez autorizó su levantamiento sin más.
–Me alegro –se limitó a responder Estrella.
–¡Menudo hallazgo desagradable tuviste! Se trata de una mujer que andábamos buscando, ahora te diré. Por cierto, ¿sabías tú que junto al cuerpo había una carta de tarot?
–Pues... no... no tenía ni idea –contestó la subordinada, que había palidecido.
El comisario se limpió el bigote de café con el dorso de la mano.
–No tiene importancia. Curiosamente, la mujer se ganaba la vida con el tarot, por lo que no es extraño que llevase una baraja consigo y que las demás cartas se hubieran perdido. Bien, se trataba de una familia gitana, un padre de treinta y cuatro años, una madre de veintinueve, un niño de diez y una niña de ocho. Ayer sábado por la tarde, un grupo de cinco neonazis les atacaron con bates de béisbol y les dieron una paliza. Pero lo peor fue que fueron a por la madre, al parecer con intenciones de violarla, y la niña se interpuso, y uno de los violentos la golpeó con el bate en la cabeza, dejándola inconsciente. Los otros no pudieron impedir que agarraran a la madre y la metieran a la fuerza en un coche que arrancó a toda velocidad.
–¡Oh, Dios! –exclamó Estrella, llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos.
–Lo mejor es que poco antes de que nos llamaras, los compañeros de patrulla alertaron de que vieron salir, por un camino de tierra de los que unen el descampado con el Ensanche, un coche sospechoso a toda velocidad y sin luces. En cuanto nos lo comunicaron, dimos orden de perseguirlo. Efectivamente, eran los agresores, que volvían, desesperados y asustados por lo que acababan de hacer. ¿Te extraña? Bueno, de hecho, fue sencillo detenerles y cantaron a la primera. Ah, ¿y sabes qué encontraron nuestros agentes en el asiento del coche? Otra carta del tarot.
Estrella disimuló su sobresalto y consiguió preguntar.
–¿Dices que estaban asustados? Es raro, ¿no? La verdad es que ni siquiera habían intentado ocultar el cadáver.
–Sí. Aterrorizados diría yo. Hablaban todos atropelladamente. Decían no sé qué de una niña que habían visto por ahí... que aparecía y desaparecía... Lo mismo iban puestos de drogas, vete a saber. Hoy les interrogaremos más tranquilamente.
Estrella soltó un incontenible suspiro.
–¿Te sucede algo, Estrella?
–No, nada. ¿Cómo están los demás miembros de la familia?
–El padre y el hijo, en el hospital. Parece que evolucionan favorablemente. Esperamos que...
Estrella no pudo esperar más. Estremeciéndose, interrumpió a su superior.
–¿Y... y la hija?
El comisario apuró el café, se inclinó sobre la mesa y, tras una breve pausa, dijo arqueando las cejas:
–Al poco de ingresar en el hospital, nos llamaron para comunicarnos que la niña había fallecido. Creía que te lo había dicho, perdona.
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