Presentada en el concurso Relato 48 horas 2024
Me llamo Emma y a mis casi 60 años de edad he perdido ya el miedo y la vergüenza para narrar en estas líneas lo que jamás había contado a nadie. Cuando tenía 20 cursaba la carrera de Químicas en la Universidad y fue entonces cuando tuve la certeza de que mi padre, que se llamaba Luis, estaba teniendo una aventura. Por aquel entonces miraba a mi madre a cada momento, con ganas de gritarle algo así como ¡Por Dios! ¿cómo es posible que no te estés dando cuenta de que te la está pegando?
Percibí la sutil transformación que mi padre estaba experimentando. Un alto funcionario como él, con cincuenta años cumplidos, barrigudo y sedentario, que lucía unos veinte kilos de sobrepeso, un buen día bien entrado el otoño empezó a correr por las mañanas y a pedir a mi madre que cocinara con menos grasa y sustituyera las habituales patatas fritas de la guarnición de los segundos platos por ensaladas. Aquello ya me hizo sospechar y empecé a observarlo.
El hombre, además, había comenzado a pesarse con frecuencia. Teníamos una báscula en el cuarto de baño que hasta entonces tan solo utilizábamos mi madre y yo en la familia, ya que ni a mi hermano pequeño ni a mi padre les había interesado lo más mínimo. Por si fuera poco, desde entonces cada mañana salía de casa sonriendo y oliendo a colonia cara.
Serán imaginaciones mías, llegué a pensar. Sin embargo, aún faltaba por suceder lo peor.
Yo era la encargada de recoger el correo del buzón cada día al volver de la universidad. Y advertí que empezaron a llegar de manera recurrente unas cartas remitidas por una tal Elvira Luzón con el nombre de mi padre como destinatario. ¿Quién sería esa desconocida que le estaba escribiendo con asiduidad?
Cuando en casa repartía el correo, solía decir en voz alta, con la intención de que lo escuchara mi madre, toma, papá, carta de Elvira Luzón. Observaba con desagrado cómo le brillaban los ojillos por detrás de sus lentes al recibir el sobre, que a continuación se guardaba para leer en otro momento en soledad. Para mi desesperación, mi madre permanecía impasible. ¿Cómo podía estar tan ciega?
Se me metió en la cabeza que tenía que hacerme con esas cartas que apestaban a adulterio paterno. Con la excusa de limpiar el polvo, empecé a registrar el dormitorio conyugal, pero, tras abrir todos los cajones, del sifonier, de las mesillas de noche y hasta los del armario de la ropa, mi búsqueda resultó infructuosa. Me aseguré de llevar yo misma al contenedor correspondiente el papel y cartón de la casa para así revisar el contenido antes de desecharlo, pero por allí tampoco aparecían las cartas buscadas. Llegué incluso a recomponer unos pedazos de papel con la esperanza de que mi padre la hubiera hecho trizas, pero tampoco se trataba de ello. De cualquier forma, lo que para mí estaba claro, era que mi padre estaba ocultando aquella correspondencia para cuidarse de que nadie pudiera leerla: una vez por semana entraba en la casa una carta de la señora Luzón de la que se perdía el rastro por completo.
Pasaron cinco meses. El aspecto de mi padre había cambiado considerablemente, cada vez con menos tripa, más sonriente y aspecto más juvenil. Recuerdo el asco que me produjo su figura en bañador en la playa, tan atlética y agradable a la vista para cualquier mujer que no fuera yo. Mi repugnancia hacia ese hombre que era mi progenitor aumentaba día tras día y yo me mostraba cada vez más hostil hacia él. Ambos discutíamos con frecuencia y él todo lo interpretaba como una rebeldía mía propia de la post adolescencia, lo que me irritaba todavía más.
Entonces decidí que tenía que matarlo.
Tenía que matarlo, sí. Tenía que liberar a mi madre de los brazos de ese miserable hipócrita que mi hermano y yo teníamos por padre y ella tenía por marido. Y para ello podía aprovechar mis habilidades como alumna excepcional en la facultad. Por amor a mis estudios tenía más conocimiento que la mayoría de mis compañeros, incluso que algunos de mis profesores. Y cuando yo me proponía algo, siempre acababa consiguiéndolo.
Destiné lo que restaba de verano a diseñar un veneno que iba a resultar tan fulminante como imposible de detectar en una autopsia. No tuve problema alguno en conseguir los componentes necesarios, debido a mis contactos como alumna brillante de Químicas que era. De manera que una tarde de finales de septiembre, once meses desde que empezaron a llegar las misteriosas cartas de la señora Luzón a nuestro domicilio, tuve preparado el bebedizo para mezclarlo con alguna comida.
Fue bastante más fácil de lo previsto. Esa misma noche, estábamos los cuatro cenando, sentados a la mesa del salón, degustando cada uno una tortilla francesa y un poco de ensalada. En aquellos instantes el ambiente familiar era relajado y yo no había discutido con mi padre ni una sola vez durante el día. Cuando todos estábamos terminando, me ofrecí para servir el postre. Yo sabía que mi madre y mi hermano tomaban fruta y mi padre y yo preferíamos yogur griego, así que fui a la cocina sola, con un frasquito que contenía el preparado tóxico en el bolsillo de mi pantalón. Serví dos boles con yogur y en uno de ellos vertí el contenido mortal y lo removí con la cucharilla. El otro también lo revolví para no despertar sospechas y me fui para el salón con ambos boles con las cucharillas hundidas en su contenido y un frutero con varias piezas.
Cuando regresé, me aseguré de ofrecer a mi padre el yogur adecuado, quedándome yo con el otro. Mi hermano se decantó por una naranja y mi madre por un plátano. Empecé a tomar mi postre sin quitar ojo a mi padre que, confiadamente, introdujo las cucharaditas una detrás de otra en su boca. Puso una mueca extraña y comentó que le parecía que el yogur tenía un regusto raro. Al momento, le expliqué que habíamos cambiado de marca y que eso era lo que notaba. Asintió y se lo acabó entero.
A mí, sin embargo, me costó terminarme el mío, haciendo esfuerzos por disimular mi nerviosismo. Yo sabía que el efecto no era inmediato, que el veneno actuaría pasadas unas dos horas y sería fulminante, con tan solo unos pocos segundos de agonía, pero no por eso dejaba de estar asistiendo a la última cena con mi padre.
Cuando terminamos de cenar, empezamos a retirar los enseres de la mesa y a mí se me cayó un vaso de cristal al suelo, haciéndose añicos. Recogí los cristales, no sin temblores, y cuando todo estuvo concluido, di un beso de buenas noches a todos y me fui a mi habitación alegando que tenía que acostarme pronto porque al día siguiente tenía un examen.
Tal y como supuse, oí revuelo y gritos que provenían del salón. Mi hermano me llamaba a voces. Yo acudí corriendo. Ahí estaba mi padre, agonizando en el sillón, entre sudores y estertores que, como ya sabía, duraron poco. Mi hermano, desconsolado, rompió a llorar. Yo agarré el teléfono y llamé a urgencias para que acudiese un médico, con la confianza en que la muerte de mi padre iba a ser diagnosticada como un simple infarto. Mi madre no hacía más que repetir, una y otra vez, Dios mio, qué ha pasado, Dios mío…
En seguida, acudió un médico que certificó la defunción de mi padre y nos informó que era necesario hacer una autopsia. Mi hermano no paraba de llorar, mi madre estaba ausente, como en una nube, y yo fingía sorpresa y desconcierto, pero en mi interior me sentía bastante tranquila y confiada.
Fueron tres días muy rápidos. La autopsia, tal y como preveía, concluyó que el fallecimiento se debió a un paro cardiaco repentino y enterramos a mi padre sin más trámite. Yo me regocijaba en secreto de que mi madre se hubiera librado de un marido infiel del que incluso desconocía su execrable comportamiento. Pasaría dos años de duelo y luego podría elegir como compañero de vida a un mejor hombre si ése era su deseo.
Pero, para mi sorpresa, el duelo de mi madre fue bastante más corto.
Desde el día siguiente al entierro, ella lucía un impropio estado de vitalidad y buen humor que me desconcertó. Dedicamos un par de días a hacer juntas limpieza en profundidad de la casa y una mañana, al vaciar el armario de la ropa de mi padre, en la zona donde él guardaba su calzado, ella abrió una de las cajas, pero en lugar de encontrar unos zapatos o unas deportivas, aparecieron un montón de sobres abiertos con abrecartas con sus respectivas cartas dentro. En todos los remite podía leerse Elvira Luzón. Las conté mentalmente con rapidez, constatando que eran 48. ¡Cómo no se me había ocurrido mirar ahí! Ahí estaban las cartas que yo había sido incapaz de encontrar en 11 meses ¡Las 48 cartas que mi padre escondió de nuestras miradas durante casi un año! Sentí los latidos de mi corazón en la garganta, pero, al contrario que lo que yo misma hubiera podido imaginar, no sé por qué, en ese mismo momento no me apeteció leerlas lo más mínimo.
–Anda, pero qué tenemos aquí –dijo mi madre, mientras extraía con sus manos tranquilas una de ellas de su sobre–. Oh, fíjate, la tal Elvira Luzón era una terapeuta. ¡Qué cosas!
¿Mi padre había tenido una aventura con una terapeuta? Aquello me pareció demasiado extraño.
–Ah, pobre infeliz –continuó mi madre–. Fíjate, Emma, te leo textualmente: Don Luis, podemos concluir que su problema es, en esencia, de falta de autoestima. Para poder recobrar el amor de su mujer y de sus hijos, lo primero que debe hacer es cuidar de su persona. Hágame caso, haga ejercicio, dieta y relajación cada día para mejorar su salud y reducir la ansiedad, tal y como le prescribo en la ficha que le entregué en mi consulta. Ah, y no se olvide de sonreír cada día, cada vez que entre o salga de casa. Poco a poco irá sintiéndose mejor y se verá con más energía. Piense que todo lo está haciendo por su mujer y sus hijos, que son lo que usted más ama en el mundo.
–¿Co… cómo? –balbuceé–. ¿Que… que papá estaba en tratamiento…?
–Hija, yo no tenía ni idea. Siempre ha sido un pánfilo, la verdad. Espera, voy a leer un poco más. A ver qué dice esta carta que parece la más reciente…
Y mi madre, tras abordar otra carta, siguió leyendo en voz alta: Don Luis, está usted mucho mejor, pero la autoestima sigue siendo su principal escollo. De hecho, se preocupa excesivamente por el bienestar de su familia. ¿Puedo preguntarle si cuenta con el apoyo familiar? ¿Cómo le valora su mujer? Quizá debiéramos trabajar con ella una terapia de pareja.
Mi madre soltó una sonora carcajada cuando leyó esta frase, rompiéndome a mí por dentro.
–Bueno, hija. Pues fíjate que le ha venido un infarto en el momento en que se encontraba más sano en toda su vida, jaja… Bueno, yo me voy a arreglar que viene a buscarme Roberto.
–¿Roberto? ¿Quién es Roberto?
Mi madre me guiñó un ojo antes de responder.
–Mi compañero de trabajo y mi amante. Tu padre siempre fue lo que se dice un triste. Cuando no estaba preocupado, estaba deprimido. Y como en la cama no me daba mucha satisfacción, pues me busqué a Roberto para que me hiciera la vida un poco más alegre.
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