Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal
a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos
más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en
largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por
más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de
los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta
institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Mariano José de Larra: Vuelva usted mañana
6:00 a.m. Ti-ti-ti-ti. Ti-ti-ti-ti.
Ti-ti-ti-ti… Suena un monótono despertador y los párpados de Basilio,
funcionario adscrito a la Dirección General de Asesoramiento Político,
comienzan a despegarse. Tras un estiramiento de miembros superiores e inferiores,
unas ligeras convulsiones producto de tales movimientos y una sonora ventosidad
que termina por despertar a su sufrida señora, Basilio salta de la cama y se
desplaza con muy poco garbo hacia la ducha, ese rito purificador que termina de
arrancarle de las miasmas somníferas entre las que su mente divaga cada mañana.
Nos encontramos en un día
cualquiera entre el lunes y el viernes del año 2025. Una devastadora crisis
económica merma las condiciones de vida de los ciudadanos en toda Europa y los
gobiernos de sus países se ven abocados a realizar ajustes presupuestarios,
medidas que en España son especialmente dolorosas para sus ciudadanos, pues los
efectos de la crisis se han manifestado con extrema virulencia. Su presidente
de gobierno, Marciano Frascoy, secretario general del P.E.P.E. (Partido Españolista Patriótico y Ejemplarizante),
condensa todas sus habilidades gubernamentales en proteger todo lo
verdaderamente esencial para su bienamado país, aquello sin lo cual todo se
derrumbaría propiciando una hecatombe mayor que lo que se está viviendo, esto
es, su propio pellejo. "Sin Marciano Frascoy, no hay España", llegó a
decir ante la entusiasta aclamación de sus fieles.
Basilio, con los cuatro pelos que le quedan
sobre la cabeza mojados, abre la mampara y se cubre con un raído albornoz verde
oscuro; se calza sus alpargatas y, sin apenas secarse, se dirige a la cocina,
llenando el pasillo de la vivienda familiar de pequeños charquitos, en busca de
su primer café del día, que Fuencisla, su señora, ya se ha levantado a
preparar. Y es que, como buen funcionario, no puede vivir sin el café,
y ella, como buena ama de casa chapada a la antigua, no puede vivir sin
preparárselo.
Nuestro hombre se lo bebe. Así, a lo
macho. Sin azúcar, sin leche (bueno, con bastante mala leche por los últimos
recortes recaídos sobre los empleados públicos), sin sacarina u otro
edulcorante. Lo ingiere de dos tragos, porque el tiempo apremia. Y más desde el
aumento de la jornada laboral, estimada como muy necesaria para poder mantener los pocos servicios públicos que quedan, al poder desarrollar el mismo trabajo con menos personal. Como un rayo, entra en el dormitorio conyugal,
se pone sus calzoncillos y calcetines a velocidad de vértigo, sus pantalones,
que ya han empezado a quedársele pequeños en directa proporción con el aumento
de esa barriga que ha desarrollado con años y años de
sedentarismo, y su camisa, que abotona magistralmente sin reparar en ello. Le da un breve
beso a Fuencisla, se atusa los cuatro pelos, y sale de allí disparado, pues,
tras echar una ojeada al reloj de pulsera, cae en la cuenta de que faltan
cuarenta minutos para las 7:00, y el trayecto ya tiene calculado que dura tres
cuartos de hora escasos. “Menos mal que no tengo que afeitarme”, piensa. Porque
hace algunos años decidió dejarse barba, no por cuestión estética, sino por
sentido práctico, aunque con ello su presencia gana, pues es como si las
madejas de pelo que le faltan en la cabeza hubiesen emigrado hacia su cara configurando una poblada y canosa barba.
“Ya pierdo cinco minutos”, se dice.
Podría fichar hasta las 9:00, pero como el tiempo le computa desde las 7:00, lo
que le falte lo tiene que recuperar antes de que termine el ciclo horario.
Luego, una vez fichado, como si se echa una siesta, siempre que no le vean. Pero antes hay que correr. Y mucho.
Basilio desliza su tarjeta magnética de empleado público por el reloj de fichaje. La aplicación del Ministerio de la Presidencia del Gobierno de la Nación, del cual depende su Dirección General, le devuelve los siguientes dígitos: 7:08:38. Lanza un gruñido al
comprobar que la pérdida del tiempo es algo superior a la ya esperada, pero
enseguida se calma. Ya no es necesario ir con la lengua fuera.
Al tomar el ascensor se encuentra
con su compañera Puri.
-Buenos días, Puri –le dice con una
franca sonrisa, pues los funcionarios que llegan acelerados al trabajo, en
cuanto pasan su ficha por la ranura y suena el plinc indicador de que ya han cumplido su objetivo primordial del día, son a menudo dechados de
amabilidad.
-Buenos días –Le contesta Puri,
igualmente amable, con una sonrisa perfectamente dibujada con sus labios delicadamente
perfilados y acompañada con sus grandes ojos, también pintados con delicadeza. “¿Cómo
lo harán las compañeras para venir cada día hechas un pincel?”, se pregunta
Basilio mientras, todavía dentro del ascensor en movimiento, comprueba la
veracidad de su pensamiento con una discreta ojeada: formales medias oscuras,
falda gris ni muy larga ni muy corta, blusa blanca con los dos primeros botones
desabrochados de tal suerte que ni enseña ni deja de enseñar,
chaquetita azul marino impecable, pelo castaño alisado con ligeras
mechas caoba. “¡Y cómo guarda la línea, la tía! No le sobra un átomo de grasa”.
-En cuanto encienda el ordenador, me
bajo a tomar un café. ¿Te apuntas?
-Por supuesto. No hay que perder las
buenas costumbres.
Llegaron a la quinta planta, donde
se sitúa su departamento. Atraviesan un pasillo en cuyo techo figuran unos
fluorescentes que, como si de pimientos del Padrón administrativos se tratasen, unos alumbran y
otros no.
-Aprovechemos, que ahora no tengo
demasiado curro –dice Puri.
-Yo sí que lo tengo. Pero me pienso
tomar el café igual –le contesta Basilio.
-Jo, es que ayer no paré. Acabé molida. No te imaginas como se me cansó el dedo de estar todo el rato cli cli cli con el ratón...
-Jo, es que ayer no paré. Acabé molida. No te imaginas como se me cansó el dedo de estar todo el rato cli cli cli con el ratón...
Entran en el departamento. Ya hay
dos compañeras más, Asun y Noelia, ambas mirando las noticias por Internet.
Asun tiene 59 años y sueña con su próxima jubilación, es rubia (de bote, pero
rubia, al fin y al cabo), un poco fondona y muy habladora. Noelia es joven,
esta oficina fue su primer destino desde que aprobó la oposición de auxiliar
administrativo hace cuatro años con veintiuna primaveras en su haber; luce una hermosa
cabellera negra, unos ojos también negros que cautivan a todo el departamento y
un escote que, cuando lo luce, como hoy es el caso, cautiva más concretamente
al género masculino.
-Buenos días, madrugadoras –saluda
efusivamente Puri.
-Buenos días –se anima
inmediatamente a continuación Basilio.
-Buenos días –contestan al unísono
Asun y Noelia.
Puri le da al botón de encendido del
ordenador y espera a que, tras arrancar éste, aparezca en pantalla la ventana de windows que cada mañana le pide que introduzca su contraseña de acceso. Entre tanto,
entran, sucesivamente, nuevos compañeros: Pablo, un hombre de treinta años,
divorciado, pálido, desaliñado en el aspecto aunque limpio, y Rosi, mujer representante del sindicato de empleados públicos P.L.I.F. (Plataforma Laboral de Interinos y Funcionarios) que
supera la cuarentena. De pelo corto y castaño, casada, gruesa y gritona. Se intercambian los saludos de rigor, Puri teclea la contraseña y
sale otra vez por la puerta junto con Basilio, con dirección al mismo ascensor
en el que habían subido.
-Hay que llamar a los de
mantenimiento para que sustituyan esos fluorescentes que no lucen –dice Rosi.
-Si no hay dinero –le contesta
Noelia-. Ya nos han dicho varias veces que se ha agotado el presupuesto de las
reparaciones.
-Me dan ganas de meter un palo y
empezar a cargarme los que sí funcionan y, cuando ya sea materialmente imposible
trabajar, a ver si es verdad que no hay dinero para fluorescentes. No tienen
morro ni nada.
En la oficina, a las 8:50, llega
Andrés, saludando a todos sus compañeros. Con una edad de treinta y cinco años, es un empleado público ejemplar, y
todas sus buenas cualidades dimanan de una característica física que le define:
es calvo. Y en cualquier administración que se precie, ser calvo es sinónimo de
eficiente, solícito, amable con el público, considerado con los compañeros y
hasta escrupuloso cumplidor de las normas. El calvo siempre es el que te
resuelve los problemas, el que mejor te atiende y el que siempre se nota más
cuando no está. Es de suponer que influye bastante el reflejo de la iluminación
en su cabeza, convirtiéndose así en una especie de faro-guía de referencia, de estrella polar
del departamento. El compañero que se encuentra un poco perdido levanta la
cabeza por encima del monitor e inmediatamente ve ese reflejo luminoso en el
horizonte que, pese a sentarse en la mesa del fondo, o quizá debido a ello,
todo el personal accede a él.
Un calvo en la oficina, además, es
muy útil para echarle siempre la culpa de todo lo malo que sucede. Que no se
repone el material, es porque el calvo no lo ha solicitado a tiempo; que una
notificación ha salido defectuosa, porque el calvo distrajo al que la tenía que
redactar; que hay recorte presupuestario que se traduce en bajada salarial, pues
será culpa de los calvos, que no se gastan el dinero en peines y así, como no
hay repunte de la economía, tienen que sacar el dinero de las nóminas de los
trabajadores.
A las 9:15 llega el Jefe de Área,
Fermín. En la administración, los jefes de a partir de cierto nivel siempre
entran en el departamento pasadas las nueve de la mañana, con semblante serio y
cara de “menuda la que nos espera”.
-Hola, hola, hola, hola, hola –dice
Fermín, porque cuando pretende hacerse el simpático repite el saludo cuatro,
cinco o seis veces muy rápido, ante la mirada entre atónita y resignada de los
empleados públicos. Es un hombre delgado de unos cincuenta años, siempre
vestido con traje gris: gris claro, gris marengo, gris oscuro,
gris plata, pero gris. Y es que el gris es el tono adecuado para un jefe: ni blanco ni negro, sino todo lo contrario; autoritario pero no demasiado,
ni rigurosamente serio ni informal. El ejercicio de un cargo político consiste
en gran medida en eso, en mantenerse en el gris para que no puedan achacarle
nada personal a él. Fermín se peina hacia atrás con gomina y se afeita con
pulcritud, perfilando unas patillas breves a ambos lados de su cara, y habitualmente
mira a sus interlocutores con vistazos huecos, sin traslucir ningún atisbo de
personalidad, ni siquiera de estado de ánimo. Pero cuando fija sus fríos ojos
de tiburón en la parte alta de la nariz de su interlocutor, éste puede darse
por sentenciado: algo indeseable le ha caído con todo su aplomo.
-Fermín, hay que arreglar esos
fluorescentes que no funcionan –le interpela Rosi-. Te lo digo porque he
llamado varias veces a los de mantenimiento y no me hacen ni caso.
-Rosi, yo no tengo nada que ver con
eso –le contesta Fermín, en una hábil maniobra de evasión-. En fin, lo que
ellos te digan, ya sabes como estamos.
-Yo que sé como estamos, Fermín
–insiste Rosi, que no suele amilanarse con facilidad-. Se trata de la
iluminación del departamento, algo muy importante. Es ya tema de salud laboral.
-No hay dinero, Rosi. No hay dinero.
-¿Que no hay dinerooo..? ¿Y para
reformar los despachos de los jefes, sí? ¿Y para el cáterin que les traen los
viernes? ¿Y para reformar la entrada al garaje? ¿Y para..?
Hasta aquí aguantó Fermín. Levantó
su dedo índice situando la mano delante de la cara de Rosi, gesto que detuvo la
incontinencia verbal de ésta en el acto, y le dijo, muy despacio, casi en un
susurro:
-A ti no se te paga por pensar,
Rosi. Tú no eres quien para valorar si hay dinero o no, o si se hacen reformas
o dejan de hacerse.
Rosi abrió la boca para protestar,
pero Fermín la detuvo al instante:
-Sssssss. Silencio. Limítate a
realizar bien tu trabajo, que para eso cobras.
Y ahora ocurrió. Las pupilas grises
del Jefe de Área se clavaron entre los ojos de la auxiliar administrativo,
traspasándole el alma.
-Te vas a encargar de redactar un
informe detallado sobre todas las necesidades del departamento: de
reparaciones, de material, de personal... ¡Todas! Cuando lo tengas, me lo pasas
y ya decidiré yo cuando lo enviamos a quien corresponda. Para que nos lo tengan
en cuenta o no. ¿Me he explicado?
-Perfectamente –dijo Rosi, que
quería tener su turno-. Pero me gustaría hablar contigo de esto en tu despacho.
-Otro día- le contestó con una
sonrisa sardónica. Después, se puso de espaldas a ella un segundo.
-Ah –continuó Fermin, tras volverse
a Rosi, y bajando mucho la voz para que sólo le oyese ésta-. Recuerda que los sindicatos ya no sois lo que erais en otro tiempo. Como te vuelvas a
extralimitar a tus funciones sin que nadie te lo haya pedido, te abro un
expediente o muevo los hilos para que te trasladen. Personalmente.
Y se metió en su despacho.
Entonces Noelia, que se había
percatado de que algo desagradable había sucedido, se acercó a su compañera
para consolarla. Rosi, como ausente, sólo acertaba a murmurar para sí: "hijo de puta. ¡Qué hijo de la gran
puta!"
Entre tanto, los demás siguen a lo
suyo. Unos trabajando y otros de charla. Pablo permanece callado enfrascado en
su tarea. Es un empleado público bastante eficiente, a pesar de dormir poco
debido a una compulsiva afición que consume la mayor parte de sus noches
solitarias: la pornografía. Rara es la noche que no encienda el ordenador y, tras
consultar, muy rápidamente, su correo electrónico, y un poco por encima las
noticias para no estar totalmente desinformado, se aplique con vehemencia a la
consulta y disfrute de multitud de páginas porno para
terminar desahogando sus ansias venéreas en el váter o en el lavabo antes de
irse a dormir. Pero luego, tras escasas dos o tres horas de descanso, se ducha
y se va a la oficina con unas ojeras de aquí te espero. Y cumple, currando, si
no con demasiada celeridad, sí con suficiente eficacia.
Además, Pablo no se mete en líos.
Nunca se escandaliza por los abusos de sus superiores, ni por los desmanes
políticos de los gobernantes. No es que los apruebe, ni muchísimo menos, sino
que, según él mismo comenta, no piensa gastar “una sola de sus neuronas en
tratar de comprender a esa gentuza”. Por lo tanto, ni protesta, ni acude a las
concentraciones o manifestaciones convocadas por los sindicatos, ni lleva la
contraria a ninguna de las órdenes superiores. Él trabaja lo mejor que sabe sin
darse malos ratos durante su horario laboral. Después, le dice a sus allegados,
comienza su verdadera vida, en la cual él se expande: va al cine, hace cursos
de inglés, queda con sus amigos o visita a su familia. Por la noche, ya se ha comentado.
-Eh, chicos –comienza a decir
Noelia-. Fermín quiere que nos reunamos un momento.
Continuará...
Continuará...
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