domingo, 23 de febrero de 2014

Aquel bosque


Cuando mis pálidos restos

oprima la tierra ya,

sobre la olvidada fosa,

¿quién vendrá a llorar?

Gustavo Adolfo Bécquer.


Decididamente, Marta se había extraviado. Tras innumerables idas y venidas por el monte, aquella joven de veintidós años de vida independiente, habitualmente lista y autosuficiente, esa tarde de agosto había cometido el error de adentrarse demasiado en aquel pinar sin tomar puntos de referencia que le pudieran servir de orientación para regresar. Fue un exceso de confianza en sus propias capacidades.

Había aparcado su antiguo Renault Clio azul de segunda mano en el margen de la pista de arena, a la falda del monte, para internarse por una senda estrecha entre pinos, zarzas y jaras en busca de piñas con las que alimentar su estufa durante el próximo invierno. Y en ese momento, tras haber llenado dos bolsas, era incapaz de regresar.

Caminaba apresurada, arrastrando su carga. Movía su cabeza ondeando una melena corta de pelo liso y negro a ambos lados, mientras escudriñaba con sus ojos negros e inteligentes entre la espesura en busca de algún indicio que la orientase. ¡Vamos! Seguro que pronto aparece el camino, se decía a sí misma una y otra vez. Pero aquello no ocurría. El cansancio había empezado a hacerse sentir, pues, empujada por la ansiedad, había recorrido ya un montón de kilómetros en todas las direcciones, andando y desandando campo a través.

Se detuvo con la blusa empapada en sudor. El sol hacía ya rato que se había ocultado por detrás de las copas de los pinos. ¡Maldita sea! –pensaba–. ¡Me va a coger la noche en pleno monte!

Una vez más, palpaba con mano trémula el bolsillo de su pantalón vaquero en busca de su teléfono móvil, para volver a comprobar que seguía sin cobertura.

–¡Mierda!– Gritó ahora, como si alguien pudiese oírla, y arrojó contra el suelo las bolsas para abandonarlas allí y volver a caminar, ya más ligera.

Ya casi no se ve. Si al menos se escuchara el ruido de algún coche que me indicara que hay una carretera cerca… Pero ella sólo oía el crujir de sus pasos sobre las pinochas resecas que alfombraban el terreno. Y a su alrededor no podía ver más que una amalgama de pinos, arbustos y piedras cada vez más espesa.

Hubo un momento en el que la oscuridad se hizo ya completa. Era, además, una noche sin luna. Nerviosa, volvió a sacar el móvil del bolsillo para utilizarlo como linterna. No alumbraba demasiado, pero al menos le permitía, aunque lentamente, seguir avanzando. Al haber disminuido su visión, fue entonces consciente de otro tipo de sonidos propios de un bosque: el chirriar de los grillos, el ulular de alguna lechuza, roces muy cercanos como de algo arrastrándose... Y también de sensaciones táctiles de patas de insectos que la  recorrían los brazos o la cabeza. ¡Malditos bichos! ¡Fuera, fuera! Pensaba, mientras se sacudía sin dejar de caminar, con la esperanza de encontrar, si no una carretera, al menos una pista forestal o un cortafuegos que la condujese a algún lugar habitado.

Pero un nuevo contratiempo tuvo lugar. La batería del teléfono se agotó y Marta se encontró sumida en la más completa oscuridad. Entre aquella vegetación agreste sobre terreno irregular con zanjas y rocas, era ya incapaz de continuar sin tropezar con algo o resbalar y caer Dios sabe dónde. Llegó un momento en que no tuvo más opción que sentarse allí mismo, permanecer muy quieta y esperar al amanecer. Entonces fue consciente de su cansancio físico extremo, de la sed espantosa debida a su deshidratación que resecaba su boca, de su agotamiento mental. Incluso de su miedo, pues, mientras se estaba moviendo, sus pensamientos se centraban en encontrar la solución al problema en que se había metido. Pero ahora sólo cabía esperar, y su mente enloquecía conjeturando peligros. Lobos. Escorpiones. Serpientes. O algo peor. Sin poder evitarlo, acurrucada y temblorosa, rompió a llorar con desesperación.

De repente interrumpió su llanto. Un nuevo sonido llamó su atención. Era como una profunda y lenta respiración a lo lejos que abarcaba buena parte del pinar. Retiró las manos de delante de sus ojos y se percató de que ahora sí podía ver el paisaje que la rodeaba, aunque la luna seguía sin aparecer. De los objetos mismos emanaba una luminosidad apagada y fría, entre grisácea y verde, suficiente para, al menos, percibir el contorno de las cosas. Marta podía verse a sí misma sentada en un suelo ligeramente inclinado, con una gran roca con grietas producidas por la erosión enfrente, a cuatro metros de ella, un frondoso arbusto de jara a su izquierda y la inmensa multitud de pinos de altas copas por doquier. De fondo, aquella extraña respiración como un jadeo cadencioso que crecía en intensidad cada vez más..

Su sensación de miedo se transformó en profundo terror cuando fue consciente de que la naturaleza que la rodeaba no sólo emitía una misteriosa luz, sino que, además, árboles, rocas, arbustos, incluso piedras o ramas, eran objeto de un acompasado temblor o palpitación.

Presa del pánico, se levantó y echó a correr sin saber dónde, gritando sin control. Pero el piso mismo también había empezado a convulsionar, removiéndose y poniéndose blando, haciéndola perder el equilibrio y caer a un suelo que era ya un revoltijo fosforescente de hojas, ramas, arena, piedras, raíces... Intentó incorporarse, pero no lo consiguió: la tierra se estaba abriendo bajo sus pies como la boca de un terrible ser mitológico. Ella, sin dejar de gritar, forcejeaba intentando asirse a algo firme, alguna rama o raíz de pino, pero, a pesar de sus esfuerzos, resbalaba siempre hacia abajo. Sus pies tampoco cesaban de moverse sin obtener resultado. Y gritaba y gritaba sin conseguir oírse, pues el ruido de la horrible respiración de la espesura lo abarcaba ya todo.

En su caída hacia la sima, Marta tuvo la certeza de que el bosque gozaba engulléndola. Según se iba hundiendo, la tierra se recomponía, tapando así, progresivamente, su cuerpo hasta no dejar nada a la vista. Y en ese movimiento, entre terrones de tierra, plantas y bichos, ella pudo vislumbrar huesos. Tibias. Costillas. Cráneos. Los restos de otros seres humanos que, como ella, un día cualquiera se extraviaron  en el monte, no fueron capaces de regresar y engrosaron las listas de personas desaparecidas.

Cuando el bosque terminó de alimentarse, el piso poco a poco fue recobrando su consistencia y todos los objetos recobraron su ser habitual, sin fosforescencia ni temblor. Transcurrió la noche y, a la mañana siguiente, paseantes, montañeros, excursionistas y familias con niños disfrutaban de la paz y el sosiego propios de un paraje serrano, de aquella estampa de pura naturaleza tan sólo interrumpida por un Clio azul aparcado en un margen de la pista forestal que a ninguno de los allí presentes pertenecía, y por un par de bolsas sin dueño llenas de piñas que encontraron unos montañeros al separarse del camino.


martes, 18 de febrero de 2014

Bienvenido a MIS ENGENDROS.

Un espacio habitado por relatos cortos que se pueden disfrutar en cualquier parte.