Se llamaba Santiago Rojas Mateo. Quizá por su propio nombre, este hombre moreno y enjuto de 42 años había sentido la necesidad de realizar el camino espiritual del Apóstol. Y, quizá por eso también, no quería transitarlo como la mayoría de los peregrinos. Ni necesitaba andar siguiendo flechas amarillas en busca de la catedral compostelana, haciendo parada en los pueblos, albergues y templos más ortodoxos, ni tampoco le apetecía seguir las señales del GPS en la pantalla de su móvil para no perderse. El tan sólo anhelaba seguir los designios del destino, de su propia intuición y de Dios, aunque tampoco estuviese muy seguro de creer en Él. Lo suyo era el eco de la sabiduría milenaria de viejas leyendas celtas, de astrónomos, de alquimistas, y de las supersticiones de las meigas y la santa compaña.
Con estas motivaciones, emprendió su camino a mediados de junio desde su Zamora natal. Su idea era caminar en dirección a Orense, atravesarlo y entrar en Pontevedra, para concluir en la catedral recorriendo las Rías Bajas. Como dijimos, Santiago no buscaba lugares multitudinarios de gran renombre histórico, cultural y religioso, sino pequeñas aldeas, pueblos desconocidos y lugares recónditos que habitualmente pasaban desapercibidos en cualquier guía turística.
Y lo cierto es que se le daba bien. Frente a los asiduos al camino tradicional, este hombre no tenía la necesidad de esperar su turno para dormir en un albergue o para ducharse por las mañanas. Con facilidad encontraba un lugar con poca gente donde asearse, le sirviera una cena decente y descansar. Además, solía ingeniárselas para charlar sobre las leyendas de la zona en cuestión, y no fueron pocas las veces que le relataron algún suceso de aparecidos, espectros o apariciones misteriosas. Especialmente, desde su entrada en Galicia, donde ya se sabe que meigas, haberlas haylas.
Pero fue en Pontevedra donde acontecieron los hechos que se quieren relatar en esta historia. Tras abandonar Orense, nuestro singular peregrino, en su afán por alejarse de los lugares más transitados, emprendió su camino campo a través, orientándose por el sol y el crecimiento del musgo en los troncos de los árboles. Comprobó por sí mismo que los poblados diseminados eran algo habitual en aquella zona, con lo que aquel día 23 de junio, víspera de San Juan, debería encontrar alojamiento en alguna pequeña aldea.
Sin embargo, aunque buena, su orientación no era infalible. Y cuando pretendía llegar a la aldea de A Casa Grande, él tomó un camino más hacia el este que hizo que la pasara, dejándola a su izquierda según caminaba y, aunque los días en esa época del año eran los más largos, ya el sol amenazaba con apagarse.
Aceleró el paso. No era aconsejable pasar la noche en mitad de un bosque gallego donde uno no sabe a qué peligros iba a tener que enfrentarse. Y, para su dicha, vislumbró un conjunto de casas en el horizonte. Hacia él se dirigió y logró alcanzarlo antes de que se hiciera de noche.
Sin embargo, cuando llegó, su alegría se desvaneció. Esa aldea eran siete u ocho casas mal contadas y una iglesia, todas ellas semiderruidas. Tenía toda la apariencia de ser un lugar abandonado.
Atravesó sus calles mirando a un lado y a otro. La luz del día empezaba a escasear y por allí no se veía un alma. Se fijó en que muchas de las ventanas estaban abiertas o rotas y la mayoría de las puertas, astilladas. Definitivamente, allí no vivía nadie.
Aceleró el paso. No sabía qué iba a hacer aquella noche y empezó a angustiarse. Ante la duda, caminar, caminar y caminar, pensaba.
Mas, tras un recodo del camino, ya prácticamente en las afueras del poblado deshabitado, aparecieron dos nuevas construcciones: un gran caserón a la derecha del camino, y el cementerio, un pequeño camposanto en un recinto no muy alto como tantos que había visto durante su camino, a su izquierda. A Santiago le llamó la atención el caserón: en la fachada se apreciaban dos plantas, una baja con dos ventanas, una a cada lado de la puerta, y una alta, con cuatro perfectamente alineadas. Sobre la puerta había un cartel con la palabra Hostal. Y, lo más importante en aquellas circunstancias, en el umbral de la puerta entreabierta estaba apoyado un hombre.
Santiago aceleró sus pasos hasta estar a la altura de aquel lugareño, un gallego orondo de aspecto bonachón, con una camisa blanca dos tallas más grande de la que le hubiera correspondido y un pantalón de tergal negro. Era calvo, con pelillos rizados y alborotados en las sienes, y ojos grandes del color de un día nublado.
–¡Buenas tardes, amigo! –le saludó, visiblemente complacido. Sin embargo, el gallego simplemente le miró con una extraña sonrisa bobalicona sin responder verbalmente a su saludo.
El peregrino tragó saliva y volvió a hablar:
–Perdone... ¿Es posible pasar la noche aquí?
–Pues claro –ahora sí respondió el interpelado, con marcado acento gallego–. Esto es un hostal ¿no?
El gallego se dio media vuelta, entró y se volvió de nuevo hacia Santiago.
–Acompáñeme –le dijo–.
Una vez dentro, le condujo a un mostrador. Detrás de él se encontraban un hombre joven y rubio, de unos 25 años, y una mujer con el pelo castaño de unos diez años más.
–Me llamo Felipe –continuó el anfitrión–. Estos son José María y Martina. Ahora están detrás del mostrador, pero también puede que le sirvan la cena. Aquí somos pocos y lo llevamos todo entre todos.
Santiago fue estrechando la mano a cada uno de los presentes, que ofrecieron las suyas con frialdad.
–Ah, y por ahí viene Maitetxu, que suele encargarse de la cocina.
La tal Maitetxu era una veinteañera con el pelo negro recogido en una cola de caballo y gafas redondas de montura metálica, que estrechó la mano del recién llegado con igual indiferencia. Aunque al menos ésta le habló:
–Le acompañaré a su habitación –le dijo–.
Ambos subieron unas escaleras de madera que crujían a cada paso hasta llegar al pasillo de la primera planta. El suelo era de parqué oscuro y apagado. A derecha e izquierda, empleada y huésped iban dejando las puertas de otras habitaciones de madera a juego con el color del suelo, hasta llegar a la habitación número 1.
Maitetxu extrajo una llave de hierro anacrónica de un bolsillo, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Ahí había un dormitorio simple con una cama, una mesilla de noche, una silla, una mesa y un armario empotrado. Las paredes blancas, la colcha beige y los muebles marrón oscuro. Sin más.
–¿No tiene baño? –preguntó el huésped–.
–Aquí ninguna habitación lo tiene, señor –respondió la empleada–. Lo tiene justo enfrente, según sale. Que disfrute de su estancia.
Y se fue. ¡Qué lugar tan extraño y qué personas tan raras! Éstos no creo q, pensó Santiago. Después de dejar su mochila y descansar unos instantes, agarró la llave, salió de la habitación, la cerró bien y se dirigió al baño. Un tubo fluorescente iluminaba un pequeño lavabo con grifería antigua, un inodoro y una ducha con plato y cortina. Hizo sus necesidades, se lavó y bajó a cenar.
Mientras bajaba por las escaleras iba pensando en que le parecía ser el único huésped de aquel singular hostal, aunque no le dio importancia.
Entró en el comedor. Allí estaban todas las mesas sin preparar, excepto una alargada que había con cubierto para cinco personas. Vaciló. No supo dónde sentarse y, cuando se volvió para dirigirse al mostrador, se encontró con que José María estaba allí, justo detrás de él, con un delantal blanco.
–Tome asiento en esta mesa, por favor –empezó a decirle–. Como tan sólo le tenemos a usted de cliente, nos hemos tomado la libertad de invitarle a sentarse a la mesa con nosotros. Espero que no le parezca mal.
–No, no... Claro que no. Con mucho gusto me sentaré con ustedes –respondió–.
Efectivamente, allí se sentaron todos. Santiago, en un extremo. A continuación Maitetxu, y luego Felipe. Al otro lado de la mesa, Martina enfrente de Felipe, y quedaba el cubierto de José María, que ocuparía, una vez hubiera servido la cena a todos. Hubo sopa de marisco y filete de ternera con patatas.
Empezaron todos a comer. Los empleados del hostal hablaban entre ellos sobre temas de mantenimiento del hostal, en los cuales Santiago no tenía el más mínimo interés. De hecho, quería acabar lo antes posible y alejarse de aquella compañía, a la que no iba a hacer una sola pregunta sobre el folclore misterioso de la zona. Probó la primera cucharada de sopa y no le desagradó, pero a medida que tomaba cada una de las siguientes notaba que tomaba un sabor cada vez más acre y salado.
Introdujo de nuevo la cuchara en el plato. Sumergida en la amalgama amarillenta, tropezó con algo de textura gelatinosa. Lo despejó de fideos y apareció un objeto marrón y redondeado. Debe de ser una víscera, pensó. Como un corazón o un hígado. Pero, ¿Qué demonios hace esto en una sopa de marisco?
Lo apartó a un lado del plato obviando su repugnancia. Los demás comensales siguieron conversando con su monótono murmullo. Intentó volver a comer, pero se detuvo al ver que sus fideos se estaban moviendo. Al momento, emergió del plato una especie de anguila pequeña o lombriz que empezó a reptar hacia el mantel.
Se le cayó la cuchara de la mano. Levantó la vista. Los demás seguían a lo suyo. Entonces se fijó en los platos de los demás. En ellos, también se movían otras criaturas vivas como la de su plato, agitando sus antenas y patas. En el plato de Felipe había incluso un ojo sanguinolento que movía su pupila a un lado y a otro.
No puede ser. Estoy agotado. Esto es fruto de mi imaginación.
Entonces dirigió su mirada a sus compañeros de mesa. También ellos habían cambiado, aunque seguían conversando con la misma tranquilidad del principio. Sus rostros habían adquirido un tono grisáceo, ceniciento. De la boca de José María, al tiempo que hablaba, salió una araña negra que descendió por su mejilla izquierda hasta su hombro. Martina tenía un gusano blanco con anillos que entraba y salía por los agujeros de su nariz. Maitetxu tenía la cara llena de grietas ensangrentadas que destacaban en el gris de su piel. Y Felipe tenía vacía y ensangrentada la cuenca de su ojo derecho, mientras en su plato de sopa, ya casi terminado, nadaba ese ojo vivo que no paraba de moverse, hasta que, de una última cucharada, lo recogió y lo engulló.
–¿Puedo retirar su plato? Voy a servir la carne.
Era la voz de José María, que a pesar de estar físicamente muy cerca, Santiago sintió su voz lejana y distante.
–Sí, sí... Lléveselo, por favor –le respondió, como en una nube–. Pero no me ponga nada más. He perdido el apetito.
Por el mantel corretear insectos que antes no estaban allí. Escolopendras, cucarachas, escarabajos...
Se levantó enérgicamente. Con sensación de profundo mareo, dijo:
–Disculpen... Me voy a mi habitación... Estoy muy cansado, lo siento–. Y, sin esperar respuesta, se dio media vuelta y fue hacia su habitación, subiendo las escaleras sin mirar atrás.
Entró. Se sentó en la cama con las manos en las sienes. Trató de calmarse. Se repetía una y otra vez que su cabeza, por lo que fuera, le había jugado una mala pasada. Quien sabe, quizá algo que hubiera comido en otro pueblo, el cansancio, la angustia que sintió al pensar que no iba a encontrar alojamiento...
Levantó la mirada. En la habitación todo estaba en orden y eso le transmitió algo de calma. Entonces, sintió ganas de orinar. Agarró su neceser con el cepillo de dientes y fue al baño. Una vez en él, echó el pestillo y se dispuso a vaciar su vejiga. En ello estaba, cuando empezó a oír pasos. Pero no por el pasillo, sino ahí mismo, en el mismo cuarto de baño donde él se encontraba.
Volvió la cabeza de súbito. Un chorro de su micción acabó fuera del inodoro. Lógicamente, no había nadie.
Pero él lo había oído perfectamente. Pasos suaves, calmados. Como de pies descalzos.
Entonces se fijó en algo.
En el suelo había unas gotas de humedad. Eran las huellas frescas de unos pies humanos que tenían su origen en el plato de la ducha.
No quiso pensarlo más. Era posible que esas huellas estuviesen ahí antes, de algún empleado quizá. Acudió al lavabo. Se lavó las manos y se dispuso a lavarse los dientes.
Pero entonces, por el rabillo del ojo vio reflejado el plato de la ducha en el espejo. Y allí apareció la figura de un hombre desnudo dispuesto a ducharse. Tenía el cuerpo lleno de surcos de los que emanaban regueros de sangre que goteaban hasta el suelo hasta el punto de teñir de rojo todo el plato de la ducha. Le vio los ojos. Le estaban mirando a él.
Soltó el cepillo y el tubo de pasta y se volvió. El espacio de la ducha estaba vacío.
Pero las huellas frescas del suelo continuaban allí.
Abrió la puerta, enloquecido, dejando allí su neceser y su cepillo y pasta en el lavabo. Fue corriendo a su habitación y se encerró allí. Acudió a la ventana en busca de aire fresco. Respiró hondo, jadeando. Cuando estuvo algo más tranquilo, vio en el exterior a tres figuras humanas caminando por la parte trasera del hostal. Eran los tres empleados. ¿Dónde irían a esas horas?
Este sitio es una locura. En cuanto amanezca, yo bajo, pago y me voy. O quizá antes.
Ni siquiera intentó dormir. Sabía que no lo iba a conseguir. Pasó las horas nocturnas sentado en la silla mirando por la ventana. Durante todo ese tiempo, en la habitación no tuvo ninguna sensación anormal que le angustiara, más allá de la propia inquietud por lo sucedido hasta el momento. Tenía claro que no iba a volver al cuarto de baño: se aguantaría las ganas hasta estar bien lejos de allí.
A eso de las cinco de la mañana, Santiago recogió su mochila y bajó a la recepción. Aunque todavía era de noche, ya podía salir a caminar. Había una buena luna y en poco tiempo sería de día.
Allí estaba Felipe. Con los dos ojos en su sitio y su sonrisa beatífica habitual.
–Pues qué prontito se va usted, ¿no? –le dijo por todo saludo–.
Santiago pagó la cuenta y se marcó con rapidez sin siquiera despedirse, pues su deseo de abandonar aquel hostal era muy superior a su cortesía. Salió del edificio y empezó a caminar a grandes zancadas. El aire fresco le produjo un efecto benéfico, devolviéndole al mundo real y alejando de su mente los recuerdos tan desagradables de la noche anterior. No sabía qué fue lo que le había sucedido, pero ya tendría tiempo de pensarlo más adelante. Era tiempo de alejarse de allí y de ir recuperando la serenidad y la cordura poco a poco.
Dejó a su espalda el hostal al margen derecho del camino, Al lado izquierdo se situaba el pequeño cementerio del poblado. Al pasar a su altura, le extrañó ver la verja entreabierta. Se asomó y pudo ver que había una sepultura abierta preparada para acoger un cuerpo y tres palas agrupadas junto a ella. Aquello no le cuadraba. ¿Una tumba preparada en un lugar en el que no vive nadie?
Al poco vio tres siluetas que avanzaban en dirección opuesta a la suya. Cuando estuvieron más cerca y él pudo distinguirlos mejor, vio que se trataba de José María, Martina y Maitetxu, los empleados del hostal donde había pernoctado.
Santiago se quedó paralizado. Esa imagen le dio muy mala espina. No quería encontrarse con esas personas y no supo qué hacer para no cruzarse con ellos. Pensó en echarse a un lado y correr campo a través, en darse la vuelta e ir en la dirección contraria e ir a Santiago de Compostela por otro camino, en decirles y escueto adiós y continuar sin detenerse... Pero él se quedó paralizado y ya estaban a su altura. Y le habían visto.
Las tres figuras fueron directas hacia él sin hablar y actuaron con inusitada rapidez. Martina y Maitetxu le agarraron cada una por un brazo con una fuerza sobrenatural que le impedían cualquier movimiento. Santiago gritó, pataleó, intentó zafarse, oponer resistencia con los pies, pero todo era inútil. José María se metió la mano en el bolsillo y extrajo una navaja puntiaguda con la que empezó a hacer cortes estratégicos en las arterias del aterrorizado Santiago, que gritaba sin cesar. Le perforó la yugular, la aorta y la vena femoral, por las que empezó a desangrarse sin remedio. Mientras, las mujeres lo arrastraban como un fardo de vuelta hacia el cementerio.
Al llegar, José María empujó la verja terminando de abrirla y entraron los cuatro. Se detuvieron frente a la tumba que Santiago anteriormente había visto abierta. Él mismo, extenuado, aunque todavía vivo, fue capaz de ver la lápida que tenía enfrente con su propio nombre esculpido, Santiago Rojas Mateo, justo antes de ser arrojado al hueco y que aquellos tres seres infernales empezaran a echarle tierra encima con las palas, sin tan siquiera esperar a que terminara de morirse.
El alba levantó. Un nuevo día de San Juan tuvo lugar en toda España, en toda Galicia y en aquella aldea deshabitada también. Al llegar el atardecer, una joven peregrina, nerviosa y desorientada, llegó hasta el caserón, donde su dueño, Felipe, descansaba apoyado a la entrada. La recibió y la invitó a entrar.
–Muchas gracias. Es que me había perdido. Menos mal que encontré su hostal –dijo la peregrina–.
–Acompáñeme, por favor. Mire, le presento. Yo me llamo Felipe, y éstos son Maitetxu, José María y Martina.
La recién llegada estrechó la mano de cada uno de ellos. Las sintió heladas.
–Y aquel que viene por ahí le acompañará a su habitación. Se llama Santiago.
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