viernes, 19 de mayo de 2023

Lo que se da a la tierra, en la tierra debe quedar

Desde siempre me ha gustado viajar solo. Disfruto sumergiéndome en nuevos lugares, conociendo nuevas culturas y gentes, sin una previa planificación exhaustiva. Únicamente decido una fecha de partida y otra aproximada para volver. Así, he visitado distintos países de los cinco continentes cuyas experiencias me han enriquecido en mayor o menor medida, pero ninguna de ellas se puede tan siquiera comparar a la que viví en Hungría.

Sucedió que me encaminé hacia un pueblo cuyo nombre no revelaré por no perjudicar su reputación, con la intención de pasar allí tarde y noche, pues mi verdadera intención era continuar caminando hasta una importante ciudad del país de la que me separaban unos 30 kilómetros. De manera que me interné en sus calles, buscando una venta, hostal u otro establecimiento similar donde pudiera cenar y dormir tranquilamente. Mientras iba caminando, me percaté de que los escasos lugareños que me iba encontrando me miraban con una extrema curiosidad, como si por allí no pasara nunca nadie, pero entonces no le di importancia.

Me atreví a preguntar, con mi húngaro elemental de pésimo acento, a un varón al que le calculé unos 30 años, aunque con expresión de haberle castigado la vida durante algunos más, que dónde podía tomar algo y dormir aquella noche. Él me miró sin pestañear con unos ojos grandes y negros que reflejaban cautela y, tras unos instantes, giró la cabeza a su izquierda.

-Ott -me dijo, señalando en aquella dirección. Después, me dio unas indicaciones que yo interpreté como que debía seguir la calzada sin desviarme. Y eso fue lo que hice.

Al poco rato, llegué a un edificio de dos plantas con las paredes encaladas, revestidas en piedra en su base y con tejados de teja rojiza a dos aguas. Era evidente que en la planta baja estarían la recepción y el comedor, y en el piso superior, las habitaciones. Se trataba de un local más bien pequeño, pero que sería suficiente dado el escaso número de viajeros que recibirían allí.

Entré. Tras un rudimentario mostrador, me atendió una joven, veinteañera supongo, de pelo castaño recogido, ojos claros y mirada limpia, con una camisa a cuadros blancos y azules con dos botones desabrochados, que me resultó atractiva. Alejado de ella. un anciano vestido de negro se hallaba sentado en una vieja silla, pegado a la pared.

En contraste con la chica, que rezumaba vida por cada uno de sus poros, este hombre, pálido, ajado, de ojos grises opacos y escaso pelo cano y fino, podríamos decir que pedía tierra. Tenía los brazos cruzados y la cabeza gacha, como mirando al suelo. Mantenía la boca entreabierta, como si le costara respirar. Su expresión era de cansancio infinito; su piel, pálida como la misma muerte.

tös szoba -Dijo la joven, interrumpiendo mis pensamientos. Habitación 5, traduje en mi mente.

Le di mis datos y dejé reservada la habitación, y acordé que volvería a cenar después de dar un paseo por los alrededores. Ella aceptó con una cordial sonrisa y yo di media vuelta con la intención de recorrer el pueblo y tomar algunas fotos.

La caída de la tarde se apreciaba gris. El cielo permanecía cubierto de nubes y la temperatura en el exterior era algo fresca para la época del año. Poco cabe reseñar de aquel recorrido, excepto las pocas personas que vi en la calle. Casas típicas de los pueblos húngaros, una iglesia de tejado de pizarra negra que me llamó la atención por su alto campanario, una panadería que a esas horas permanecía cerrada, y poco más. En cuanto a los habitantes, un par de mujeres cogidas del brazo, un joven cabizbajo con las manos en los bolsillos, y un hombre calvo de mediana edad que avanzaba hacia mí en sentido inverso y que cambió de acera antes de que llegáramos a cruzarnos. Todos ellos vestidos con colores oscuros y apagados. Todos ellos silenciosos.

Cuando regresé a mi alojamiento, me dirigí a la muchacha de la recepción para preguntar por la cena. Muy amablemente, salió del mostrador y me condujo hacia la puerta que se abría a mi izquierda donde se situaba el comedor. Aproveché para preguntarle su nombre.

-Izabella -me dijo.

Según avanzábamos hacia el comedor, de reojo, pude comprobar que el anciano aún continuaba en la misma postura que antes de mi paseo, inmóvil, en silencio, ahora con los ojos cerrados. Pobre hombre, pensé.

La sala tan sólo disponía de ocho mesas cuadradas para cuatro comensales cada una, con manteles verde claro, de las cuales únicamente estaban ocupadas dos: una por una pareja de mediana edad y la otra por lo que supongo serían una familia con un padre, una madre y una hija de unos diez años. Las paredes estaban pintadas en tono vainilla y en el techo lucían unas robustas vigas de madera.

Elegí una de las mesas más alejadas de la puerta, costumbre que mantengo en mis viajes porque me gusta observar desde esa posición el comportamiento habitual de los lugareños. Entró una camarera oronda de pelo corto y liso y modales algo toscos que me informó del menú. Pedí el típico gulash, que no falta en ningún restaurante del país, y pollo con salsa de paprika.

Cuando estaba terminando el segundo plato, se oyó un griterío en el exterior del comedor que hizo que todos interrumpiéramos nuestra cena y saliéramos de la estancia para ver qué ocurría. Por detrás del mostrador, tres mujeres, entre ellas Izabella y la camarera, y otra más, acompañadas por dos hombres de mediana edad, todos ellos se inclinaban sobre un bulto grande tapado con una sábana. En la esquina, junto a la pared, se hallaba la silla anteriormente ocupada por el silencioso anciano enlutado.

Me sorprendió ver que mis compañeros del comedor se asomaban y se marchaban precipitadamente por la puerta de salida. Incluso los adultos alejaban a la niña del tumulto. Pero ¿es que nadie va a ayudar allí?, me preguntaba.

A diferencia de los demás, me acerqué para interesarme, pero Izabella se separó de sus compañeros y vino directa hacia mí, dándome a entender que no me preocupara, que ellos sabían lo que tenían que hacer, y no era necesaria mi ayuda. Mientras me hablaba, pude apreciar que a mi izquierda, en el lado opuesto a la silla, había un singular objeto: un ataúd. Pero no se trataba de un féretro elegante como los que estamos acostumbrados a ver hoy, sino más bien como los que aparecen en las películas del Oeste, esos rudimentarios de forma hexagonal y madera de baja calidad que daba la sensación de haber sido fabricado apresuradamente.

-Por favor, márchese -Me dijo en perfecto castellano, con los ojos muy abiertos ligeramente húmedos, como suplicantes. Ante lo cual, no tuve más remedio que dar media vuelta y me fui a mi habitación.

Entré y cerré la puerta. Abrí la ventana, me senté en la cama, acerqué un cenicero que había encima de una cómoda y encendí un cigarrillo, el primero de toda la tarde. Intenté relajarme sin conseguirlo. El recuerdo del desdichado anciano fallecido, la imagen de ese rudimentario féretro en el que iban a depositar sus restos, el personal del hostal revolucionado, actuando con prisas, las personas que minutos antes habían estado cenando conmigo en el comedor y que se marcharon atemorizadas... Trataba de serenarme exhalando las volutas de humo por la ventana, cuando empecé a oír voces y ruidos que provenían del pasillo.

Al momento, escuché el sonido de una llave que giraba en su cerradura, el crujido de una puerta de madera al abrirse, las voces que se iban atenuando, el sonido de la misma puerta al cerrarse, y un golpe sordo, apagado, de dejar algo muy pesado en el suelo del interior de una habitación.

Tras una breve pausa, las voces se fueron sosegando, y al momento empezaron a emitir unos cánticos, como de una ceremonia religiosa o de algún ritual ancestral. Permanecí en la misma postura, atento. Ya había consumido mi cigarrillo y no tenía ninguna gana de encender otro. Casi no me atrevía ni a moverme.

De repente, los cánticos dieron paso a nuevos gritos. Alaridos, ruido de movimientos de personas y cosas, nuevos gritos... Ya no pude aguantar más. Me levanté de un salto, abrí la puerta y eché a correr hacia la habitación número 1, de donde provenía todo aquel jaleo.

No tuve la cortesía de llamar a la puerta. Y ellos no habían tenido la prudencia de cerrarla con llave, quizá porque no esperaban que alguien se hubiese quedado a dormir allí aquella noche. Cuando abrí de sopetón, me encontré con que allí estaban las cinco personas que había visto abajo, ubicadas alrededor de aquel tosco ataúd ahora ocupado por el cadáver del anciano, iluminado por cuatro velas sostenidas por cuatro grandes palmatorias.

Los cinco enmudecieron al verme irrumpir así en la estancia, aunque reaccionaron de inmediato. Los dos hombres, situados al fondo, avanzaron hacia mí con la evidente intención de echarme de aquel lugar. Uno era moreno y llevaba bigote, el otro castaño y con la cara completamente afeitada. Ambos rostros estaban serios, tensos y decididos. La gruesa camarera y la otra mujer, delgada y con el pelo cano, permanecieron en su lugar, paralizadas. Izabella, más cercana a la puerta, para mi sorpresa, al ver que los hombres iban a abalanzarse sobre mí, se interpuso cortándoles el paso y, con los brazos levantados, empezó a gritarles en húngaro que se detuvieran. Marad! Állj meg!, y otras palabras que yo no entendía, pero que resultaron efectivas, pues ambos individuos cesaron en sus intentos, aceptaron la situación y volvieron a su lugar.

Izabella se volvió hacia mí y, con la capacidad de persuasión de sus ojos claros, me habló, de nuevo en español:

-Pasa, por favor -No me pasó inadvertido el tuteo, que me transmitía cercanía-. Al final, vamos a necesitar tu ayuda. Pero necesitamos que confíes, aunque todo te parezca muy raro.

Entré con cautela. Los demás parecía que empezaban a aceptarme entre ellos. Izabella me tomó del brazo acercándome al féretro. Ahí estaba el cuerpo inerte del anciano.

-Ha muerto porque fue mordido por un vámpír. Un... vampiro, como decís en España.

Mi cara debió de ser muy explícita ante sus palabras, ya que la joven continuó:

-No estamos locos. Necesitamos que confíes... aunque no lo entiendas. Nosotros tenemos tradiciones milenarias que los europeos más occidentales no conocen.

-Para, por favor. Yo me voy de aquí -le contesté, empezando a girarme hacia la puerta.

-¡Mira! ¡Mira esto, por favor! -Me gritó con desesperación.

Ante su acento de desesperación, me volví. Izabella se inclinó sobre el rostro del difunto. Con sus manos le abrió la boca y con sus dedos le retiró el labio superior. Al muerto le faltaban los dientes incisivos, algo que no parecía anormal, en modo alguno.

-Le faltan los dientes -dije, para calmarla-. Es habitual en las personas de tanta edad.

-¡¡¡Mira!!!

Y entonces lo vi. En sus encías desdentadas estaban brotando dos puntas de hueso.

-¿Qué... qué es eso? -Balbuceé.

-Le van a crecer más. Y mira esto.

Desabrochó la camisa del difunto y en el pecho, cerca del corazón, pude ver una herida con dos incisiones y un oscurecimiento alrededor, signo claro de lo que había sido una infección.

-Ahí le mordió.

Me quedé petrificado. Este pobre hombre fue mordido, por lo que fuera, en un punto que no estaba a la vista, y había muerto debilitado e infectado.

-Era... Era mi padre -Dijo Izabella. Parecía que iba a echarse a llorar, pero logró dominarse-. Ayúdanos, por favor. No tenemos mucho tiempo. Y si no lo hacemos... mi padre será uno de ellos esta misma noche.

Al decir esto, volví a mirar la boca del difunto. Y por increíble que pueda parecer, aquellas puntas óseas que emergían en sus encías habían crecido. Ahora destacaban como nuevos incisivos puntiagudos.

No me podía creer lo que estaba viviendo. Pero estuve decidido a ayudar a aquellas personas. Lo que hubiera que hacer, a un difunto no iba a hacerle ningún daño. Y como mínimo, podía aportar, al menos, algo de consuelo a aquella hija que tanto tenía que estar sufriendo.

-De acuerdo -respondí-. Contad conmigo -dije, mirando a todo el grupo.

Entonces todos ellos se pusieron en marcha. Sabían perfectamente lo que procedía en aquella situación. La camarera y la mujer del pelo cano empezaron a sacar distintas plantas y flores. Los dos hombres sacaron unos utensilios cortantes de distinto tamaño.

-El carpintero está de camino -Me dijo Izabella, sin que yo comprendiera nada aún-. Esperemos que llegue a tiempo.

El hombre del bigote me extendió un cuchillo curvo y una especie de sierra. Lo tomé sin comprender, y entonces Izabella me dijo:

-Es preciso abrirle las costillas y sacarle el corazón. Hace falta fuerza y no tenemos tiempo.

Y sin pararme a pensar lo que yo mismo estaba haciendo, allí me vi junto a los dos húngaros abriendo la caja torácica del cadáver, manchándonos con la carne muerta, sí, pero para mi sorpresa, o quizá a esas alturas no tanta sorpresa, aquel cuerpo apenas tenía ya sangre en su interior. De manera que continuamos y con nuestro esfuerzo, lo conseguimos.

Y puedo decir que fui yo quien le sacó el corazón.

Las mujeres esparcieron todas las plantas y flores que habían traído por encima del cuerpo abierto. Todo ello era, sin duda, propio de un ancestral rito de purificación.

Se oyeron dos golpes de nudillos en la puerta. Allí apareció un hombre de unos sesenta años con una típica caja de herramientas al que todos le recibieron con alivio. Sin perder un minuto, sacó un martillo y una caja de clavos. Izabella le acercó la tapa del ataúd, me miró y me dijo:

-Es necesario que quede bien tapado. Lo que se da a la tierra, en la tierra debe quedar.

Entre Izabella y el recién llegado colocaron la tapa. Acto seguido, el segundo tomó un clavo y el martillo y empezó su trabajo. Después otro, luego otro, y otro... 48 clavos necesitó el carpintero para tapar completamente la caja. Mientras el hombre estuvo trabajando, los demás recitaban en voz baja lo que supongo que eran algún tipo de oraciones que ayudaran al eterno descanso en paz del difunto.



2 comentarios:

  1. Veo que sigue viva esa atracción tuya por el mundo vampírico. Muy bien escrito compañero, has hecho que me sienta dentro de la escena.

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  2. ¡Qué sorpresa, Carlos! Me alegro de que te haya gustado. Es mejorable, pero fue una carrera contra reloj: tenía que ir solucionando las cuestiones sobre la marcha. Pero, eso sí, lo pasé muy bien con este reto.

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