domingo, 9 de marzo de 2014

Venganza

Objeto antiguo de mis delicias... ¡Hoy objeto de horror para cuantos te vean! Montón de huesos asquerosos... ¡En otros tiempos conjunto de gracias! ¡Oh tú, ahora imagen de lo que yo seré en breve! Pronto volveré a tu tumba, te llevaré a mi casa, descansarás en un lecho junto al mío; morirá mi cuerpo junto a ti, cadáver adorado, y expirando incendiaré mi domicilio, y tú y yo nos volveremos ceniza en medio de las de la casa.

José Cadalso: Noches lúgubres.


A medianoche, sus pasos crujían sobre la rancia arena del cementerio.

Isidro González, de oficio sepulturero, a sus treinta y cinco años, había tenido que acudir al camposanto de noche, abrir el portón y entrar, buscar sus bártulos habituales, dirigirse hacia la tumba de Elisa Ramos, su esposa de veintiocho años recién fallecida, desenterrar su cadáver, y ahora se encontraba llevándolo en un saco sobre su espalda, tratando de salir de allí.

¡Vamos, Elisa! ¡Pronto volveremos a estar juntos! Ya falta poco…
Había sufrido un brutal impacto emocional: hacía dos días, al regresar a su casa, encontró a Elisa muerta, desnuda, tumbada en la bañera, con el agua completamente teñida de rojo por su propia sangre. Una cuchilla de afeitar de las que él mismo usaba se vislumbraba entre sus dedos, y en la jabonera, una nota de papel con una sola palabra escrita a bolígrafo rojo: VENGANZA.

Isidro enloqueció de golpe con aquella revelación. Durante años de matrimonio había maltratado en numerosas ocasiones a su esposa, física y verbalmente, arrepintiéndose a menudo de ello, pero reincidiendo siempre, y ella fue progresivamente acumulando odio y asco hacia él en su corazón. En ese fatídico instante comprendía que su mujer, al quitarse la vida, le había castigado de la manera más terrible, dejándole un recuerdo que le atormentaría mientras viviese.

El médico forense certificando la defunción, la autopsia corroborando el suicidio, los pésames de familiares y amigos, el entierro… Todo ello iba pasando por delante de Isidro como una película en la que él no tuviera nada que ver. En su cabeza sólo había espacio para la maldita palabra escrita con tinta roja, que laceraba y consumía su alma.

Ya nos acercamos a la salida. No te preocupes que me he traído las llaves... Ya verás, te voy a preparar un baño caliente que te vas a quedar nueva... Siempre te ha gustado bañarte de noche. Decías... decías que era como si el agua tibia te lavara todos los problemas... Que era como si volvieras a nacer.

Isidro sudaba y jadeaba en la noche entre tumbas y cipreses, pero no sentía el cansancio. Había adelgazado mucho en muy poco tiempo, mas sus brazos y su espalda sostenían vigorosos el macabro bulto que acarreaba. Todo su ser se hallaba poseído por una extraña vitalidad: sus pequeños ojillos brillaban como los de un adolescente enamorado, y entre su desangelada cara sin afeitar destacaba su exultante sonrisa, desafiando la penosa situación. Todo su llanto, dolor y remordimientos habían dejado paso a una demencial esperanza.

Empezaremos de cero, Elisa. Tú y yo, desde cero... Voy a vivir sólo para amarte, te lo juro, Elisa. Esta vez sí... Mira, al final de esta tapia está ya el portón para salir. Ya casi estamos en casa, Elisa. Juntos de nuevo...

Isidro se detuvo en seco. Había notado algo moverse en su espalda. Se quedó quieto. Volvió a sentir un débil espasmo que provenía del saco. Cuidadosamente, lo depositó en el suelo y pudo contemplar cómo aquello efectivamente palpitaba.

Se arrodilló y, febrilmente, lo desató. Por su abertura emergió una hermosa cabeza de mujer con melena negra larga, ojos grandes y también negros y una boca temblorosa y dubitativa.

-¡Elisa! ¡Elisa! -Gritó ahora, Isidro-. ¡Dios mío, Elisa! ¡Eres tú!

La tela del saco cayó más hacia el suelo, descubriendo el resto de un cuerpo femenino que, aunque amortajado, había perdido ya todos los vestigios de la muerte.

-Isidro... -Empezaba a decir Elisa.

En ese momento aquel hombre de alma destrozada se derrumbó y, abrazándose a la mujer, ambos en el suelo, rompió a llorar como un niño desconsolado. Ella le correspondía rodeándole con sus brazos y acariciándole la cabeza. Aquello le hacía llorar aún más, pues no se sentía merecedor de tales bendiciones.

-Te juro que voy a amarte siempre -decía entre sollozos-. Nunca más volveré a hacerte daño. Jamás... Jamás... Te quiero, te quiero...

Notaba el cuerpo de Elisa firme junto al suyo propio, a pesar de que ésta había estado muerta y enterrada. Incluso olía bien. De hecho, en aquel instante recordó aquel olor corporal de ella que tanto le atraía cuando eran novios, olor excitante a hembra limpia. Entonces fue consciente de que estaba viviendo un imposible.

-Elisa.... -Dijo, separando su cara de ella y mirándola a los ojos con incredulidad- ¿Cómo es posible? Hace menos de una hora tú estabas...

-Sssssssh -Le silenció dulcemente- Calla, Isidro. No lo estropees. No es necesario recordar nada desagradable.

-Pero... pero... -insistió él-. Mira tus muñecas. Están intactas. Como si no... Como si nunca tú...

-Olvídalo. Para nosotros desde ahora nunca pasó nada malo.

La luz de la luna permitía a Isidro contemplar la figura de Elisa en todo su esplendor. Su cabello caía en cascada sobre su hombro izquierdo, la piel de su cara y de sus brazos era tersa, su mirada rebosaba ternura. Los pliegues de la mortaja revelaban la presencia de dos senos abundantes que invocaban al deseo.

-Pero, ¿cómo..?

-Tu amor me ha salvado, Isidro. ¿No es verdad que amar a alguien es decirle tú no morirás? Pues es lo que has hecho. Me has gritado con toda tu alma que yo no podía pertenecer a la tierra, que yo tenía que vivir. Me has arrancado a la muerte como ningún otro mortal lo había hecho jamás, y por eso estoy llena de vida.

Isidro la contemplaba maravillado en silencio. Elisa se acercó un poco a él y la luna se reflejó en su boca entreabierta.

-Bésame, amor mío -le dijo.

El hombre se abalanzó sobre la mujer acurrucándose ambos contra la tapia. Encontró en ella total receptividad a sus besos y caricias. Sintió la húmeda sensualidad de su boca, la voluptuosa tibieza de la piel de sus muslos, el afrodisíaco roce del pecho femenino. Sintió...

...El viscoso arrastrarse de infinidad de gusanos por su piel.

-¡¡¡Nooo!!! ¡¡¡Dios!!!

Isidro se encontraba ahora enroscado en un cadáver que era un conglomerado de huesos, órganos y carne putrefacta. Frente a su cara desfigurada por el terror, un cráneo al que los insectos y gusanos habían devorado los ojos, desde sus cuencas vacías parecía dedicarle una mirada sarcástica. Intentó zafarse, pero no pudo. Aquella inmundicia inimaginable le atenazaba con fuerza sobrehumana. Por supuesto, nadie escuchó sus gritos.

A la mañana siguiente, en un sencillo bar próximo al cementerio, Paco, el sepulturero degustaba en una mesa su habitual café con leche y porras antes de comenzar su turno. Era un hombre tranquilo, de cuarenta y cinco años, cabello grisáceo y la mal llamada curva de la felicidad en la cintura.

-¡Paco, Paco! -Entró voceando Julián, compañero de profesión a punto de jubilarse, alto, delgado, con poco pelo gris, y, ese día, manifiestamente alterado-. Isidro... Es horrible.

-¿Qué demonios pasa, Julián? Estás tan pálido como la pared. Anda, siéntate aquí y cuéntame.

Julián tomó asiento enfrente de Paco, sin pedir nada al camarero.

-Estaba... estaba barriendo las hojas secas, cuando vi que la tumba de Elisa tenía la tierra removida. Me extrañó porque la habíamos enterrado ayer, y me acerqué. En el suelo había.... Ya sabes, una pala, cuerda... Herramientas de las nuestras. Me asomé al hueco y... El ataúd estaba abierto y vacío.

-¡Santo Dios! Pero... ¿quién? ¿quién..?

-En cuanto vi aquello, me fui buscando la salida. Estaba hecho un flan, como te puedes imaginar, y quería encontrarme con alguno de vosotros para enseñároslo y que fuésemos juntos a denunciar la profanación. Pero todavía me faltaba lo peor.

-¡Qué dices! ¿Aún hay más?

Julián tragó saliva y continuó.

-En la tapia, cerca ya de la salida me llamó la atención la silueta de un hombre tirado en el suelo. Estaba cubierto por algo que al principio yo tomé por basura, pero en seguida me di cuenta de que eran... restos humanos. Quizá los de Elisa.

-¡Qué horror! -A Paco hacía ya tiempo que se le había quedado frío el desayuno-. ¿El hombre estaba muerto?

Julián dio con la palma de la mano en la mesa, derramando parte del café con leche de Paco.

-¡El hombre era Isidro, joder! ¡Y, sí, estaba muerto! ¡Con los ojos fuera de las órbitas y un rictus de espanto que ya no podré olvidar jamás! También había un saco a su lado...

-¡Madre mía! -Intervino Paco, visiblemente consternado-. O sea, que el bueno de Isidro ha perdido la razón con la tragedia de su esposa, esta noche ha robado su cadáver y, cuando ya iba a salir... ¿qué debió de pasar por su cabeza para terminar de ese modo?

Julián se llevó la mano derecha a la frente y reflexionó unos segundos antes de contestar. Luego empezó a hablar en voz baja:

-Mira, Paco... Yo ya soy un sepulturero viejo... He vivido muchas situaciones, he visto, digamos... cosas. Cosas de las que es mejor no hablar fuera de nuestro ambiente. Y, te digo, Paco, que ésta es una de ellas.

-Hombre... Esto es terrible, pero no deja de ser un caso de enajenación mental.

-¡Espera! No he terminado aún. Cuando me repuse un poco de aquella escena, mis ojos se fueron hacia la tapia. Había algo en ella. Algo que tú y yo vamos a tener que borrar lo antes posible. Algo escrito con sangre.
-¿Qué... qué ponía?

Julián clavó sus ojos, muy abiertos, en los de Paco y, temblándole la voz, le respondió:

-¡¡¡VENGANZA!!! ¡¡¡Ponía VENGANZA, Paco!!!


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