–¡Ni una copita de coñac más! ¿Me has oído? ¡Ni una sola!
Esas fueron las palabras que Josefa le espetó a Ramón, su marido, a la salida del centro de salud de Carabanchel, después de que la doctora Elena Izquierdo les hizo ver a ambos el resultado de sus análisis clínicos. Don Ramón, a sus ochenta años de edad, operado de cáncer de vejiga y superviviente de dos infartos de miocardio, no estaba en condiciones de permitirse esas licencias con el alcohol. Menos mal que, al menos, había abandonado el tabaco hacía ya 15 años.
–¡Bah! ¡Qué sabrá esa pedorra! –replicó Ramón–. Si, total, para el tiempo que me queda ya de vida...
–Sí. Pero da la casualidad de que la que te tengo que aguantar soy yo. ¿Entiendes? Y no estoy dispuesta a volver al hospital otra vez porque a ti te dé la gana. ¿Estamos?
Con esta encendida conversación, llegaron a su domicilio en la calle Oca. Llevaban 53 años casados y en los últimos tiempos todo eran reproches y discusiones. Que si pones la radio muy alta, que si no repones el papel higiénico, que si te acuestas muy tarde o si te levantas muy pronto. Así, día tras día.
Aquella tarde, Ramón optó por aceptar las sugerencias, o más bien las órdenes, de su esposa por no alargar más la discrepancia, pero en su interior estaba dispuesto a seguir tomando una copita una vez al día a escondidas, cuando su mujer no le viese. Y con esta idea en la cabeza, les llegó la noche y se fueron a la cama.
Al día siguiente, después de comer en la cocina como cada día, Ramón se levantó con la intención de acudir al mueble-bar que tenían en el salón. Octogenarios los dos, Ramón, pese a sus achaques, era más ágil que Josefa, a quien le sobraban unos cuantos kilos y le dolían las rodillas como consecuencia de la artrosis. Además, oía bastante peor que él, lo cual también protegía al hombre a la hora de perpetrar su plan. Por tanto, si se daba prisa, podía sacudirse un lingotazo antes de que su mujer acudiese y le montase la de San Quintín.
–Ramón.
–¿Sí?
–¿Dónde vas tan rápido?
–Pues... al baño. ¿Por qué?
–Hay que quitar la mesa. No te irás a escaquear, ¿no?
-¡Bah!
Plan frustrado. Allí aguantó el marido pacientemente mientras la mujer terminaba de comerse la naranja de postre. Después, entre los dos recogieron platos, vasos y cubiertos y los metieron en el lavavajillas.
–¿El mantel? –preguntó Ramón–.
–Sacúdelo por la ventana, para que los pajaritos se coman las migas.
Y eso hizo. Después, ambos se fueron al salón. Josefa encendió la televisión y sintonizó Telemadrid. Era mayo y a esa hora daban corridas de toros, que la encantaban. Por su parte, Ramón aprovechó a leer el Marca mientras esperaba a que a Josefa le entrasen ganas de orinar para asaltar la botella de brandy. Cuando llegó el momento, tuvo incluso la precaución de no levantar los ojos del periódico para no despertar las sospechas de su mujer, que se levantó del sofá con ayes y quejidos y fue caminando lentamente. Ramón escuchó sus pasos por el pasillo y la puerta del cuarto de baño cerrarse, momento en el que saltó de su sillón directo hacia el mueble-bar.
–¡Mmmmm..! ¡Qué rico! –pensó, mientras paladeaba su vaso de chupito recién escanciado–. Misión cumplida.
Lo dejó todo tal y como estaba, incluso el vaso sin lavar, puesto que sólo lo usaba él, y volvió a su sitio a parapetarse tras las hojas del diario deportivo.
Pasaron los días y Ramón continuó con la placentera costumbre de sus libaciones clandestinas. El regusto de lo prohibido hacía aún más excitante el momento de beberse la copita de coñac diaria, unas veces después de comer, otras después de la cena. De vez en cuando, recién levantado, e incluso ocasionalmente cuando despertaba en mitad de la noche y su mujer dormía a pierna suelta.
Así fue, hasta que una mañana de un martes cualquiera, cuando Josefa estaba en el baño aseándose, a Ramón le arreció el deseo de asaltar el mueble bar. De modo que allí acudió, agarró su vaso de chupito, descorchó con cuidado su frecuentada botella, fue a escanciarla y... ¡nada! Por mucho que la inclinó, no caía coñac de ella. Ni una gota.
¡Qué malvada! –pensó, colérico–. ¡Lo ha descubierto y me ha tirado el coñac!
Sintió cómo le temblaban las manos de ira, hasta el punto que casi se le cae el vaso al suelo, lo cual hubiera empeorado todavía más las cosas.
–¡Josefa! ¡Josefa! –empezó a vocear, sin obtener respuesta–. Qué sorda está, la tía. ¡Josefaaa!
Se abrió la puerta del cuarto de baño y salió la mujer, envuelta en su albornoz rosa pálido.
–¿Qué te pasa? ¿Qué gritos son ésos?
–¿Dónde está mi coñac?
Josefa dejó pasar un par de segundos antes de responder.
–¿Tu... quéééé?
–¡¡¡Mi coñac!!! –gritó Ramón, rojo de ira–. ¡Lo sabes perfectamente! ¿Qué has hecho con él?
–¿Yo? –respondió Josefa con suavidad–. Tirarlo por el desagüe.
–Pero, ¿cómo...?
–Es por tu bien, cariño. Ya sabes lo que dijo la doctora. Deberías agradecérmelo.
En realidad, a Josefa la salud de su marido no le importaba en absoluto. Estaba cansada de él y lo que la movía a actuar así era, fundamentalmente, el placer de hacerle rabiar. La encantaba verle sufrir y estaba dispuesta a seguir disfrutando de momentos así mientras su marido aún viviese.
–Ah, una cosita más –continuó, mirándole a los ojos–. No es una buena idea dejar un vaso usado en el mueble bar. Huele y está pegajoso. Sabes muy bien que he perdido oído, sí, pero te recuerdo que mi olfato continúa en plena forma.
Sus palabras desarmaron a Ramón hasta el punto de hacerle enmudecer. La anciana dio media vuelta y se fue a vestirse a la habitación. En el salón quedó su marido, cabizbajo.
No volvieron a intercambiar una palabra hasta la noche. Uno, derrotado, triste y abatido; la otra, serena y triunfadora. Comieron juntos en silencio. Compartieron estancia en el salón durante la tarde cada uno con su entretenimiento: uno, leyendo, o fingiendo leer, el periódico; la otra, viendo la televisión y llamando por teléfono a sus amigas.
Al llegar la noche, fue Ramón quien rompió el silencio entre ambos.
–Para un capricho que tengo... y tú me lo niegas.
–Ya lo hemos hablado, pesado. Y sabes que no te conviene.
–¡Volveré a beber coñac! Te lo juro.
–¡Mira que dices tonterías cuando te enfadas! Anda, vete a la cama y descansa, que buena falta te hace. Enseguida iré yo.
El hombre se levantó del asiento, renegando. Pasó por el servicio y se fue a la habitación. Intentó quedarse dormido sin conseguirlo. Entonces, empezó a cavilar sobre cómo conseguiría una nueva botella y cómo se la bebería sin que su mujer se enterase. En esos pensamientos andaba, cuando, casi una hora más tarde, con un chirrido de la puerta, entró Josefa en la alcoba. Ramón no tenía ganas de más diálogo con ella en lo que quedaba de día, así que fingió dormir. Josefa se dio cuenta, pero hizo como si no. Seguía gozando secretamente con la situación.
El día siguiente era sábado. Ramón se levantó con la determinación de ir a comprar su botella. Madrugó más que en otras ocasiones, se duchó, se afeitó y se vistió bastante rápido. Estaba preparándose para salir cuando escuchó la voz de su mujer:
–Ramón...
–¿Qué quieres? –respondió con desagrado.
–¿Dónde vas tan temprano?
–A dar un paseo antes de hacer la compra. Ya sabes que me lo recomendó la doctora.
–Anda, mira, qué obediente –dijo la mujer con sorna.
–Bueno, yo me voy –zanjó el marido mientras abría la puerta de la calle.
–Ramón...
–¿¿¿Qué diablos quieres???
–Llévate el carro.
–Ya lo llevo. Adiós.
–No te olvides de comprar el pan. Una barra de picos, que es la que me gusta.
–Sííííí.
–Y la fruta.
–¡Y la leche! ¡Adiós! –Cerró la puerta de un tirón, dando un portazo.
Ramón regresó con la compra perfectamente hecha y con una botella de Fundador. Todo ello en el carro.
Mientras subía en el ascensor, fue colocándose la botella por dentro de la cazadora. Así, mientras su mujer se entretenía en la cocina colocando todo lo demás, él podría ocuparse en esconder su preciado botín donde ella no pudiera encontrarlo.
–Te dejo el carro en la cocina. Yo me voy al baño –voceó al entrar en casa, sabiendo que su mujer se encontraba en la terraza tendiendo.
–Vale, déjalo ahí –oyó que le respondía su mujer.
Y fue al cuarto de baño sin quitarse la cazadora hasta entrar y cerrar la puerta con pestillo. Era bastante espacioso, con un armario debajo del lavabo dividido en dos partes, una para los artículos de aseo e higiene de ella y otro para los de él, que Josefa no abría prácticamente nunca. Fue ahí donde escondió la botella, disimulada por detrás de los frascos de colonia y after shave, el neceser y los botes de desodorante y espuma de afeitar. En ese mismo momento, pensó que no le haría falta ningún vaso de chupito: se lo bebería directamente a morro. Mañana mismo la estrenaría.
Pasó el resto del día con bastante buen humor. Mucho mejor que los días anteriores. Evitó en todo momento las discusiones con Josefa, pensando en el placer de los lingotazos clandestinos venideros. Al llegar la noche, sintonizó Movistar+ para ver a su Atleti del alma que se enfrentaba ni más ni menos que al Real Madrid, y eso no se lo podía perder bajo ningún concepto. Josefa, como no era aficionada al fútbol, aprovechó para remendar unos calcetines.
El partido se hallaba en su primera mitad. Josefa, concentrada en su labor, escuchaba la respiración de Ramón más agitada de lo habitual, hecho que atribuyó a lo emocionante del acontecimiento deportivo. Sin embargo, de repente notó que se detenía y oyó un quejido fuerte. Entonces levantó la cabeza y se volvió hacia su marido. Lo vio con la mano derecha en el pecho y los ojos muy abiertos mirando el televisor pero en realidad sin ver lo que se emitía.
–Ramón, ¿qué te pasa?
No respondió. No hizo ningún ruido más. Se quedó allí, en esa postura sin respirar y sin moverse.
Josefa llamó al teléfono de emergencias 112. Enseguida llegó una ambulancia con dos sanitarios. Hicieron todas las maniobras para la resucitación del paciente, pero fueron en vano. Momentos después, el médico no pudo hacer otra cosa que certificar la defunción del hombre.
El entierro fue al día siguiente, domingo, por la tarde. Fue todo muy rápido. Josefa lloró un par de veces o tres en el tanatorio, más como cumplida interpretación del papel de esposa cuidadora y fiel hasta el final que por verdadero sentimiento de pérdida. Algo le quería a su marido, sí, pero poco. En realidad, después de varios avisos, la muerte del hombre con quien tanto discutía le supuso, también, una sensación de alivio.
El matrimonio no había tenido hijos, con lo que Josefa regresó a su casa sin tener que declinar invitaciones de compañía. Aquella misma noche, cuando volvió a su domicilio, cerró la puerta y se dijo: bueno, ahora tendré que acostumbrarme a vivir sola. Para mal... y para bien.
Cenó algo ligero. Fue al baño para lavarse los dientes y apreció que la puerta del armario de debajo del lavabo que correspondía a su marido estaba entreabierta.
–Vaya. Pobrecillo. Se dejó su armarito abierto.
Y lo cerró con cuidado.
Cuando terminó todos sus quehaceres, se metió en la cama. Le iba a costar dormirse. Su orondo cuerpo daba vueltas y vueltas infructuosas. A pesar del cansancio de la noche anterior, tenía la mente tan alborotada que no podía conciliar el sueño. Intentó relajarse, pero siguió despejada. Así que, inevitablemente, le volvieron las ganas de orinar.
Se levantó. Fue de nuevo al baño. Dio la luz y, para su sorpresa, la puerta del armarito correspondiente a los artículos de aseo de su difunto esposo estaba de nuevo entreabierta.
–Pero... pero si la he cerrado yo misma.
Se quedó unos segundos allí mismo. Quieta, intentaba procesar lo ocurrido. No había corriente. ¿Cómo podía ser? A lo mejor, me está fallando la memoria, concluyó.
De modo que se agachó, no sin esfuerzo, y la cerró de nuevo. Hizo sus necesidades y se volvió a acostar. Poco a poco se fue tranquilizando, empezó a entrarle sueño y se quedó dormida.
Pero a las tres de la madrugada sintió un frío tremendo que la despertó. ¿Cómo puede hacer tanto frío en la casa?, pensó. Entonces se fijó en que entraba luz por la puerta de la habitación.
–¡Vaya! Me dejé dada la luz del baño.
Se incorporó con la dificultad habitual. Sus dolores de articulaciones siempre la acompañaban y, en ocasiones, incluso se agudizaban. Se calzó las zapatillas y se puso de pie con la intención de apagar aquella luz olvidada. Entonces notó un olor de fondo, como a tierra mojada pero más desagradable. La extrañó, pero no le dio mayor importancia y salió al pasillo, tenuemente iluminado. Lo atravesó con lentitud, dada su artrosis, reflejándose en los cuadros y espejos allí colgados.
Cuando entró en el cuarto de baño, dio un grito. La puerta del armarito estaba nuevamente abierta. Esta vez, no entreabierta, sino abierta por completo.
Sintió miedo. Se volvió. Miró a un lado y a otro. No había nada ni nadie. Tan sólo ese armario abierto sin saber por qué, la luz encendida y el extraño olor a tierra.
Decidió arrodillarse y mirar dentro del armario. Tal vez hubiera entrado algún animal que estuviera abriéndolo. Entonces le vino un olor más extraño aún. Le olía a licor.
Empezó a retirar los botes de espuma de afeitar y desodorante y, por detrás de éstos, apareció un nuevo objeto desconocido para ella: una botella de brandy Fundador.
–¡Qué tunante! Pues no se compró una botella y la escondió aquí para que no le pillara... –murmuró, mientras extraía la botella agarrándola por el gollete–. Pero... pero... ¡qué raro! Si está abierta. Claro, por eso olía.
Lentamente, se incorporó del todo frente al lavabo. En ese momento dirigió la mirada hacia el espejo que tenía enfrente y lo que vio la hizo gritar de puro espanto.
El espejo reflejaba la imagen de la viuda con la botella de licor en las manos. Pero también una silueta, justo detrás de ella. Era su marido, perfectamente reconocible, con el mismo traje negro con el que había sido enterrado, pero ahora lleno de tierra, que, con su mano derecha, sostenía entre unos dedos también sucios, un tapón, probablemente el que le faltaba a la botella que ella misma sostenía. Aquella figura la estaba mirando y, podría decirse, sonreía.
Josefa gritaba y gritaba sin poder contenerse. Torpemente, logró darse la vuelta para enfrentar la causa de tan macabro reflejo, pero allí no había nada, excepto la ducha, como era lo natural.
–Estoy muy nerviosa... eso es todo... estoy muy nerviosa y veo cosas raras... –se decía, para calmarse.
Volvió a mirar al espejo y lo que vio fue... a sí misma. Temblando. Con la cara desfigurada por el terror, pero era ella. No había nadie más allí.
–Pero... pero ¿cómo puedo haber imaginado eso tan horrible?
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Excepto el desagradable olor a tierra, que no desaparecía.
Josefa dejó la botella encima del armario, sin entretenerse a guardarla. Aún le temblaban las piernas, su corazón le galopaba en el pecho y su respiración se aceleraba hasta hacerle jadear. Salió del baño lo más rápido que le permitían sus doloridas piernas y apagó la luz de un manotazo. A oscuras empezó a caminar por el pasillo en dirección a su dormitorio, cuando un sonido la hizo detenerse. Era el clic del interruptor de la luz del baño, que había vuelto a encenderse, dando de nuevo una luminosidad tenue a su alrededor.
Aquello era demasiado para la anciana. Se volvió de nuevo. Allí estaba la puerta del baño con la luz que emergía de su interior. Presa del pánico, volvió allí, como por instinto, pues lo mismo podía haber ido en la dirección de la fuente de sus miedos, que fue lo que hizo, como haber huido en la dirección contraria. Quizá fue una opción inconsciente, en un último intento de su mente racional por aclarar lo que estuviera pasando, como si algo le dijera que aquello no podía ser real, aquello no podía estarle sucediendo a ella, y, en último término, todo tenía que tener alguna explicación lógica que sólo era cuestión de tiempo averiguar.
Pero cuando llegó y se asomó al interior del baño, lo que encontró no tenía nada de racional. Allí estaba, de pie, la figura de su marido, con sus ropas fúnebres terrosas, agarrando ahora él la botella de brandy con una mano y bebiendo un trago a morro.
Ella se quedó paralizada, contemplándolo. Era Ramón, sin ninguna duda, pero más flaco, más desmejorado. Con la piel cuarteada y gris, y las uñas largas y renegridas. Con el poco pelo blanco que le quedaba en vida, ahora ralo, despeinado y a guedejas. Incluso pudo observar, mientras aquella aparición bebía a placer frente al espejo, cómo de su oído izquierdo salía un gusano amarillento.
Y entonces, la siniestra figura se volvió hacia ella, mirándola fijamente. Sus ojos eran lo único que transmitía vida en aquel ser, pues, a diferencia del resto de su cuerpo, eran vivaces y brillaban de una forma extraña, evocando oscuros sentimientos de odio y venganza.
El espectro alargó su mano, ofreciendo la botella a la mujer. ¿Quieres un poco? le pareció a ella oír que le decía.
Josefa intentó echar a correr, aunque sabía que era algo que no podía hacer. Al dar media vuelta e iniciar, presa del pánico, esa carrera imposible, su corpachón se desequilibró y, en su caída hacia el suelo, se golpeó fuertemente en la cabeza con el marco de la puerta, produciéndole la muerte.
El suyo fue uno de esos casos, que en ocasiones salen en la prensa, de una anciana que vive sola, fallece y, como nadie la echa de menos, encuentran su cadáver uno o dos meses después, debido a las sospechas de los vecinos que acaban alertando a la policía. Así la encontraron. Tirada en el suelo en la puerta del baño, con una brecha en la cabeza, y los ojos y la boca espantosamente abiertos.
–¡Pobre mujer! ¿Qué le habrá sucedido? –dijo un policía joven y esbelto, con el pelo castaño cortado al uno, a su colega–. Fíjate qué cara de miedo tiene. Esta mujer lo estaba pasando realmente mal antes de morir.
–Encima del armario del baño había una botella de licor destapada –le respondió el compañero, un hombre de mediana edad, regordete, con gafas de pasta y bigote espeso–. A lo mejor bebió demasiado y el propio alcohol le hizo ver lo que no existía. Era muy mayor ya para esto.
–No lo creo, señores –se atrevió a intervenir la vecina que había alertado a la policía, una mujer flaca de unos setenta años con el pelo sin teñir recogido en un moño– Ella odiaba el alcohol. A quien le gustaba era a su marido, que había fallecido dos días antes. Ella se lo tenía prohibido, pero él hacía todo lo posible por beber a sus espaldas. Según ella misma me contó, el marido la juró que volvería a beber coñac.
–¿Y eso qué nos aporta a nosotros señora? –le respondió, despectivo, el primer policía.
–Es que yo soy de Las Hurdes, ¿sabe? En las aldeas recónditas de allí, aún conservamos la tradición de poner una copita a la persona que falta, si era bebedor. En las casas y en los bares, en la comida o en la cena. Porque al difunto un buen día puede apetecerle volver y tomarse algo, a su salud y en contra de la de los vivos. Pero, claro, qué sabré yo. No sé por qué les cuento esto. Ustedes son policías, y no son de las Hurdes.
Fenomenal David. Un consejillo: piensa en guionizar tus textos para podcast. Tendrán mucha más difusión. Ah. Soy tu primo Miguel Ángel. No he tenido más remedio que entrar de esta forma. Eso del URL me suena a chino. Abrazo.
ResponderEliminar¡Hombre, Miguel Ángel! ¡Qué sorpresa! Tengo varias ideas en mente. En principio, la idea es que estos "engendros" sirvan como borradores para un libro recopilatorio de relatos de terror que lo autopublicaría, debidamente corregido y maquetado, en formato digital y en papel. Incluso pensaba en la posibilidad del audiolibro, pues es una tendencia que crece y creo que funcionaría bien en un libro de relatos. El formato de podcast, desde luego, es también para darle una vuelta. ¡Gracias!
Eliminar