sábado, 16 de diciembre de 2023

Un incidente en la carretera

Juan Carlos Espinel era un gran agente inmobiliario. Con 31 años y una extraordinaria madurez, alto, delgado, elegante y guapo, de presencia impecable, exquisitos modales, y verbo cuidado y ágil, era de los mejores del país en su profesión. Gracias a su buen hacer con las técnicas de venta, había logrado un éxito sin precedentes para DomusFree, empresa líder en el sector en toda España, concretamente en la compraventa de vivienda de segunda mano. Pero sus habilidades no se agotaban ahí.

Era un incorregible donjuán. A pesar de estar casado con Rebeca de Pablos, una librera dos años menor que él, de pequeña estatura pero atractivas proporciones, pelo liso corto y rojizo, y piel pecosa, Juan Carlos era incapaz de conformarse con ella. Aprovechaba sus dotes de captador de clientes para camelar a las clientas atractivas, solteras y casadas, rendirlas a sus encantos y no desaprovechar la ocasión de encamarse con ellas. No todas accedían a sus requerimientos, es justo decirlo, pero sí las que para él eran suficientes para, como él mismo solía decir, mantenerse vivo.

Y esto lo conseguía en Madrid, ciudad en la que vivía junto a su mujer, y en las otras muchas ciudades españolas a donde necesitaba acudir por exigencias de su trabajo. Cuando prestaba sus servicios inmobiliarios a una pareja que buscaba casa para vivir, y él intuía su atracción hacia la hembra, se las solía ingeniar para quedar a solas con ella para terminar de cerrar algún trato, algún papel o detalle, para el que no resultara necesaria la concurrencia del varón. No encontraba remilgo a consumar su pasión en la oficina, en la casa de la clienta o en la vivienda que estaba a punto de vender que, con suerte, aún no estaba vaciada de muebles y una cama les prestaba buen servicio a los amantes.

Rebeca hacía tiempo que sospechaba de los escarceos de su marido, pero, reservada como era, se lo guardaba para sí. Meditaba si contárselo a Vicky, una amiga de su misma edad, delgada y de pelo largo, oscuro y fosco, que conoció en la librería como clienta, pero que habían compartido algunos cafés y en muy poco tiempo había cuajado una gran afinidad y confianza entre ambas.

Pues de una de sus consumaciones regresaba nuestro protagonista en coche desde Mérida. Había cerrado sus tratos, el administrativo y el carnal, de forma totalmente satisfactoria para ambas partes. La clienta era Sandra Domínguez, una millonaria divorciada de 42 años, que se dedicaba a la especulación con todo tipo de bienes inmuebles. Ella era alta, rubia y escultural, con un bello cuerpo esculpido a base de gimnasio y, a donde éste no llegaba, de cirugía, y el inmueble era una vivienda de lujo de 200 metros cuadrados que iba a poner a la venta de la mano de DomusFree. La casa estaba perfectamente amueblada e impoluta, detalle relevante para hacernos cuenta del grado de satisfacción del agente inmobiliario, que hasta una ducha pudo darse antes de la despedida.

Regresaba, como decía, conduciendo a última hora de la tarde por la carretera E-90, más que satisfecho. Aquella rubia, rica en ambos sentidos, le había hecho hasta soñar con un futuro distinto al que le esperaba junto a Rebeca, y la propia Sandra no pareció disgustada, ni mucho menos, con sus propias habilidades amatorias. En cuestión de un par de meses, acordaría el divorcio con su mujer y emprendería una nueva vida libre de ataduras junto a aquella diosa.

Con esos pensamientos revoloteando por su cabeza conducía, cuando, al poco tiempo de dejar atrás Trujillo, su Mazda CX-5 rojo empezó a hacer extraños. No entendía qué estaba sucediendo. El coche, simplemente, no respondía a sus requerimientos. Cambiaba de marcha a duras penas y no conseguía la velocidad deseada. Aceleraba y el vehículo no respondía. Era como si fuese a quedarse parado de un momento a otro. Necesitaba detenerse.

Llegó a un punto en que pudo apreciar una carretera comarcal, la 23.1 según le indicaba su GPS, en sentido perpendicular al de la autopista, en la que, además se vislumbraba una gasolinera, pero que, oh destino cruel, se encontraba cerrada en aquellos instantes.

No obstante, Juan Carlos puso el intermitente derecho y salió de la autovía para entrar por aquella carreterucha sin apenas tráfico, en la que, si el Mazda, cada vez más torpe, se acababa parando, causaría un menor trastorno. A ambos lados, no había nada más que campo, con algunas encinas y mucho matorral seco.

A ver si llego hasta el pueblo siguiente, pensaba. Pero, finalmente, el vehículo se detuvo. Juan Carlos intentó arrancarlo en varias ocasiones, pero el motor no respondía. El sol ya se había ocultado a su espalda y aquella vía no disponía de alumbrado. De modo que lo urgente era apartar el coche de la carretera, así que decidió empujarlo hasta la entrada a una finca vallada, que se situaba unos pocos metros más adelante del lugar donde se encontraba.

Cuando lo hubo logrado, buscó su smartphone para llamar al seguro. Pero una nueva contrariedad ocurrió: la batería estaba prácticamente agotada, apenas quedaba un uno por ciento. Pero, ¿cómo puede ser, si había salido de casa con el teléfono totalmente cargado?, se preguntaba. Intentó hacer la llamada de todos modos, pero, como era lógico, el teléfono acabó apagándose con los primeros timbrazos.

Entonces pensó en su mujer. No iba a poder decirle lo que le pasaba y eso no era bueno para él. Estaba seguro de que Rebeca sospechaba de sus infidelidades y por ello no resultaba nada conveniente llegar a casa demasiado tarde aquel día. Lo tenía todo calculado y cronometrado, pero no contaba con todo lo que le estaba sucediendo. Una cuestión era que él tomara la iniciativa de pedir el divorcio a su mujer, y otra muy distinta que ésta le dejase a él por golfo. Eso afectaría a su reputación y de ninguna manera podía ocurrir. ¡Faltaría más!

Salió al exterior, airado. Pegó un portazo, dio un golpe seco con la mano en el capó y una patada en la rueda trasera izquierda. Sintió que la rabia le consumía por dentro ante la evidencia de su mala suerte. Volvió a golpear con el pie la misma rueda y se dio la vuelta, tratando de pensar cómo iba a salir de allí. Ya había oscurecido totalmente y allí se encontraba él solo, incomunicado, en una carretera sin iluminar por la que hacía rato que no pasaba un solo vehículo. ¿A dónde iría? Unos cinco kilómetros atrás había quedado la gasolinera cerrada y la autovía, y si continuaba el camino hacia delante, era de esperar que llegara a algún pueblo, pero no sabía ni a cuál ni a qué distancia podía encontrarse de él.

Volver hacia la gasolinera le pareció la opción más razonable. Allí quizá algún coche tuviera que salir de la autovía y podría pararle y pedir ayuda. Además, habría más luz, algo que al menos le tranquilizaría. Así que se puso a caminar en esa dirección envuelto en la oscuridad, escuchando los sonidos nocturnos propios del campo, como el chirriar de los grillos, el ulular de algún búho o lechuza o algunos cencerros lejanos y, por supuesto, el crujir de sus propios pasos en la grava.

Al rato de ponerse a caminar, cuando ya ni siquiera podía divisar su propio coche atrás, vio por delante suyo una extraña fosforescencia que cruzaba la carretera desde el margen contrario hasta detenerse delate de él. Juan Carlos se quedó quieto, preguntándose qué podía ser aquello. Le pareció estar soñando cuando vio que aquella luminosidad tenía un contorno humano. Era una figura de una mujer pálida con una especie de vestido blanco y cabellos negros que emitía luz por sí misma y le miraba fijamente con expresión muy seria. Y se dio cuenta de otro detalle: por más que miraba al suelo donde estaba la aparición, no podía verle los pies.

Juan Carlos sintió miedo. No podía estarle sucediendo eso a él, un tipo escéptico y calculador. No podía estar viviendo en primera persona una historia de aparecidos en carretera. No podía, porque sencillamente no creía en todas aquellas paparruchas. No podía, pero la figura allí estaba.

Y entonces sintió como una voz oscura que hablaba dentro de su cabeza, que le dijo:

–No regresarás hoy a tu casa.

Sintió que se le erizaba el vello y se le aceleraba el corazón.

Y el espectro desapareció.

Se vio en mitad del camino, a oscuras, con el corazón galopando en su pecho... y solo. Ni rastro de aquella mujer. Tan sólo, la negra oscuridad que le rodeaba en pleno campo y sus sonidos nocturnos.

He tenido que imaginarlo, eso es. He tenido que imaginarlo, se repetía una y otra vez. Continuó caminando, intentando tranquilizarse. Pero, a los pocos minutos, empezó a oír otras voces en su cabeza. Esta vez eran risas a bajo volumen, risitas apagadas de mujeres.

Se detuvo en seco. Miró detrás suyo y a los lados. Nada.

Volvió a escuchar las risitas, esta vez más claras y diferenciadas. Entonces aceleró el paso hasta correr. Justo en ese instante le adelantó un coche que iba en su misma dirección y tan asustado estaba, tan preocupado por escapar al influjo de aquellas risas, que no reaccionó para hacerle señas hasta que fue demasiado tarde, momento en que gritó e hizo aspavientos con los brazos, sin resultado. El coche se perdió en el horizonte siendo ante su vista una masa negra con dos puntos rojos luminosos. Todo volvió a estar en silencio.

Juan Carlos maldijo su estrella, se desesperó y rompió a llorar allí mismo sin dejar de caminar. Llegó el momento en que se divisaba a lo lejos la estructura de la gasolinera y la luminosidad de la E-90. Aquello le animó y volvió a correr. Era cuestión de unos metros, tan sólo unos metros más y estaría al borde de la autovía. Pero en su ansiedad, tropezó con una piedra que le desequilibró y cayó al suelo, rodando una vuelta sobre sí mismo.

Cuando levantó la cabeza desde el suelo, el terror se adueñó de él. Allí mismo, a su lado, en el margen del camino, estaba otra vez el fantasma que había visto anteriormente, emitiendo esa luz mortecina. Tenía los brazos colgando inertes, los cabellos negros cayendo sobre los hombros y sus ojos negros le miraban sentenciosos. Tampoco ahora tenía pies.

Gritó. Se volvió y se levantó de un salto. Echó a correr por donde había venido, en dirección opuesta a donde se encontraba aquella mujer aterradora. Corría sin sentir el cansancio ni el dolor, con la ligereza que tan sólo da el pánico. Volvió a tropezar y a rodar, pero esta vez se levantó sin mirar a ninguna parte. Si aquella criatura horrenda estaba junto a él, él no quería verla. Volvió a caer dos veces más, con idéntico resultado. Juan Carlos, de alguna manera, la sentía a su lado, pero no quería mirar. No quería enfrentar su mirada a aquel ser.

Por fin llegó hasta su coche. Sin saber por qué, se metió dentro e intentó arrancarlo. Se había estropeado y era imposible, sí, pero el pánico a veces mueve a los seres humanos a realizar conductas ilógicas. ¿Qué iba a perder por intentarlo? Apretó embrague y acelerador y... ¡arrancó! Contra toda lógica, el coche se puso en marcha. Aceleró sin pensar. No podía entenderlo, pero lo cierto es que estaba de nuevo conduciendo su Mazda en busca de algún poblado donde pasar la noche.

Llevaba conduciendo unos cinco minutos en un estado de extremo nerviosismo y por una carretera sin iluminar. Concentró toda su atención en no estrellarse. Miraba por el parabrisas escudriñando en la noche, por si algún animal se cruzaba o si se encontraba con algún obstáculo imprevisto. Nada de eso ocurrió. Tan sólo se cruzó con otro vehículo que venía por la dirección contraria sin más percances. Donde no quiso mirar era atrás. Ni una vez consultó a ninguno de sus retrovisores. No aquí. Ya lo haré en poblado, pensaba.

De repente su teléfono móvil empezó a vibrar en su bolsillo, resonando en los altavoces del coche al estar conectado, sobresaltándole. También el móvil volvía a funcionar, sin saber cómo ni por qué. Miró la pantalla del cuadro de mandos y vio la palabra Rebeca. Su mujer estaba intentando localizarle, era lógico. Lo dejaría sonar hasta que desistiese. Le aterrorizaba la idea de detenerse allí mismo para atender la llamada, y tampoco estaba con la mente clara como para ponerse a hablar en sistema manos libres con su mujer mientras conducía. Para su sorpresa, no insistió. Cuando la llamada se detuvo, no hubo otra.

Por fin apareció un pueblo en el horizonte. Apagado por la hora que era, pero ahí se vislumbraban las siluetas de las casas y alguna que otra luz tenue. Poco le faltaba ya para llegar y poder serenarse antes de llamar a su mujer.

–No tengas prisa, cariño –oyó decir a una voz familiar desde el asiento de copiloto.

Y ahí sí que miró.

Sentada, con el cinturón de seguridad abrochado, con el vestido rojo de fiesta que él mismo la había regalado por su cumpleaños, allí estaba su mujer, Rebeca, con un aspecto inmejorable. Le miraba vuelta hacia él y le sonreía, radiante, enseñando sus dientes blanquísimos.

Dio un alarido y un bote tremendo hacia atrás. Soltó el volante y perdió el control del vehículo en el momento en que venía una curva cerrada hacia la derecha, invadiendo el carril contrario, justo en el momento en que circulaba un enorme y antiguo camión Pegaso, cuyo conductor lo único que pudo hacer fue dar un volantazo hacia su margen, estrellándose el Mazda sin remedio contra el tráiler.

Al mediodía del día siguiente, en una oficina de DomusFree en Madrid, varios empleados comentaban la noticia del fallecimiento de un compañero.

–¿Os habéis enterado de lo de Juan Carlos? –empezó a decir Enrique, un prometedor agente inmobiliario de 25 años, de pelo castaño y complexión delgada–. ¡Menudo palo!

–Sí, ya nos lo ha dicho el jefe sobre las once. ¡Pobrecillo! –respondió, compungida, Marisa, otra agente de pelo largo, rubio y rizado, que permanecía sentada en su lugar de trabajo y había asomado su cara de detrás de la pantalla del ordenador. Creo que se estampó contra un camión.

–Efectivamente –dijo Enrique–. Pero es que fue de madrugada en la carretera que va hacia Torrecillas de la Tiesa, que está fuera de ruta para volver a Madrid. No le faltaba prácticamente nada para entrar en el pueblo cuando tuvo el accidente.

En esos instantes se abrió la puerta del despacho del jefe y éste salió. Se llamaba Tomás Plaza y era un hombre grueso de 50 años, con gafas de montura de pasta y pelo peinado hacia atrás con gomina. Nada más aparecer, intervino en la conversación con sus empleados.

–Pues sí, chicos. Fue de madrugada y en una carretera comarcal que se encontraba fuera de ruta. Pero es que el drama no acaba ahí.

–¿No? ¿Qué pasó más? –preguntó Marisa.

–Esta mañana a primera hora me llamó la hermana de Juan Carlos para comunicarme la noticia. Primero, me impactó, como es lógico. Pero enseguida me extrañé de que llamase su hermana y no su mujer. Cuando le pregunté por ella, me dijo que Rebeca había fallecido un par de horas antes en otro accidente de tráfico.

Los dos empleados se llevaron las manos a la cara, sobresaltados. Tomás continuó.

–Por lo que la hermana me contó, había salido en coche con una amiga suya, una tal Vicky, que se conocían desde hacía poco tiempo, pero que habían hecho muy buenas migas. Otro conductor que iba de alcohol hasta el culo se saltó un stop y las arrolló a 120 por hora. Ambas murieron en el acto, y el hijoputa ése está hospitalizado, pero vivo.

Los empleados no podían creer tanto desenlace fatal en una familia. Enrique miraba al suelo, cabizbajo. Marisa, con los codos en la mesa y las manos en sus sienes, miraba al teclado mientras se le empezaban a saltar las lágrimas.

–Una tragedia, sí –continuó Tomás–. Pero ahí no acaba la cosa. Nada más darle las condolencias y despedirme de la hermana, vinieron aquí dos agentes de la policía nacional para preguntar acerca del accidente. Porque, por lo visto, el camionero, que resultó ileso, insistía en que, mientras hacía las llamadas pertinentes de socorro, vio salir del coche, por entre el amasijo de hierros en que se había convertido, una mujer pelirroja con un traje de fiesta, completamente ilesa y sin ningún esfuerzo, después del tremendo castañazo que se habían dado. ¡Y juraba que hasta con una sonrisa! Dice que la gritó desde el camión, pero que continuó hasta el arcén donde le esperaba otra mujer de pelo largo y ambas desaparecieron sin hacerle ningún caso. Los policías me preguntaron si fue con él alguna empleada, o si sabemos quién podría ser alguna de las dos. ¿Qué os parece?

2 comentarios: