“Cualquiera que despierto se comportase como
lo hiciera en sueños sería tomado por loco”
Sigmund Freud
Marcelo Valladares a sus 72 años era una persona feliz, en el mejor sentido de la palabra. No hubiera cambiado su vida por ninguna otra. Vivía con sencillez valorando cada instante en el pueblo madrileño de Rascafría siempre al calor de sus viejas amistades, pues familia propia ya no poseía: padres, hermanos, tíos y primos habían fallecido todos ya, y nunca se había casado, ni mucho menos engendrado descendencia. Pero no necesitaba más que la compañía de sus parroquianos de bar, su paseo vespertino y su trabajo, un oficio que, a pesar de su avanzada edad, seguía desempeñando con la pasión de un advenedizo: era ebanista.
–Pero Marcelo, por favor, deja de trabajar ya- le decían una y otra vez los lugareños. Sin embargo, esa más que razonable jubilación hubiera significado para él un paso inexorable hacia la muerte. Y él aún estaba muy enamorado de la vida, a la que no concebía sin su trabajo.
Levantarse cada mañana imaginando que iba a realizar la mejor obra de madera de todos los tiempos, ya fuese un tocador, una mesita de noche, una silla o un armario, era para él como respirar. Ponía el alma, el corazón y los cinco sentidos en cada pasada de lija, en cada martillazo sobre un clavo, en cada pincelada de barniz. Y solamente contaba con la ayuda esporádica de Cosme, el marido de la pollera, un carpintero de cuarenta años que aprovechaba esas fugaces ayudas a Marcelo en trabajos de escasa importancia para aprender algo más sobre el oficio.
Benito, alias Frasco, el del bar de la plaza, a menudo comentaba que el título de ebanista no le hacía ninguna justicia a Marcelo; más bien había que referirse a él como el poeta de la madera. Los más maliciosos incluso murmuraban que tanta entrega con la materia prima en el fondo se debía a la falta de roce con una mujer, y que por eso se consolaba día y noche entre serruchos, zubias y olor a serrín.
Fue precisamente durante una de esas noches en las que le costaba conciliar el sueño cuando se le apareció un pensamiento funesto, una de esas ideas que parecen concebidas por el diablo por lo recurrentes que a la postre llegan a ser. Y ésta fue, más o menos, la siguiente: si yo, el único carpintero del pueblo, me he pasado la vida fabricando los féretros para todos los que han ido abandonando este mundo, ¿quién hará un ataúd para acogerme a mí cuando lo requiera?
Parece una idea absurda, pues siempre se puede encargar en otros lugares, y, además, ¿quién puede preocuparse por lo que le suceda a su cuerpo después de muerto? Pero para Marcelo, que ya era anciano, y que siempre había vivido de la misma forma, sin una verdadera complicación, aquello le dejaba sin aliento. Le obsesionaba imaginar que no iban a poder darle una sepultura digna, o que, precisamente a él, que tanto amor había puesto en cada una de las cajas que había ido fabricando como última morada de sus queridos vecinos, se le podía dispensar algo frío, de mero trámite sin sentimiento alguno. Inhumano, en una palabra.
Y es que, incluso, empezó a sufrir de pesadillas. A despertarse en mitad de la noche, sudoroso, tras sus agitados y angustiosos sueños. En uno de ellos se figuraba que una multitud de personas sin rostro definido le arrojaba a un hoyo enorme y oscuro, sin que pudiera evitarlo, queriendo gritar, y sin conseguirlo, que no lo enterraran así. En otro se veía a sí mismo desde arriba, cubierto, excepto la cabeza, de arena con gusanos arrastrándose, y que, desde otro ángulo, le caía una paletada más de la misma tierra sobre el rostro, momento en el que despertaba.
¡Esto no puede seguir así! ¡Voy a hacerme mi propia caja! –se dijo una mañana temprano, tras uno de aquellos tormentos. Y se puso manos a la obra. Pero aquélla era una labor muy diferente a las que siempre había realizado. No era algo a lo que se pudiese entregar con cariño, sino que se trataba de una labor penosa, sin ilusión, que había que empezarla pronto y terminarla cuanto antes. Nervioso, buscó en el listín telefónico el número de Maderas Morcuera, S.L., la empresa que habitualmente le suministraba.
–Sí, madera de cedro para hacer un ataúd. Como siempre -dijo con voz acre a su interlocutor-. Pero que sea buena, ¿eh..? Sí, ya sé que siempre me das buen material, pero... pero hoy no soportaría un error... ¿De acuerdo? No te vayas a equivocar.
Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente cuando colgó el teléfono. No se recordaba hablando en aquel tono con el suministrador que había sido desde hace años de su total confianza, y se sorprendió por ello. Pero asumió que seguramente se encontraba un poco alterado por aquella obsesión que estaba sufriendo ya desde varios días atrás, y que no quería, o no podía, compartir con nadie más del pueblo.
La madera llegó. Era buena, por supuesto. Marcelo la miraba, la remiraba y volvía a mirarla, como queriendo convencerse a sí mismo de su óptima calidad. ¿Será que es muy oscura? -se decía, porque lo cierto es que había algo en ella que no le terminaba de satisfacer.
A partir de entonces, dejó de contar con Cosme. Ni requería de sus servicios, ni aceptaba su ayuda cuando el propio Cosme se la brindaba. En el bar de Benito, o sea Frasco, se comentaba que le notaban raro últimamente a Marcelo. Que si había perdido el brillo en los ojos, que si últimamente iba sin afeitar, que si hablaba poco... Diversos juicios que apuntaban en una misma dirección: El poeta de la madera ya no era el mismo de siempre. Y cada vez se le veía por allí menos veces y durante menos tiempo. Lo cierto es que acumulaba horas y horas, por el día, por la tarde y por la noche, en la soledad de su almacén, trabajando.
–¡Marcelo! ¿En qué andas currando, hombre? –le abordó un lugareño al cruzarse con él en la calle principal del pueblo– Ya casi ni se te ve.
–En nada –le espetó, cortante–. En una tontería sin importancia.
–Pues te tiene sorbido el seso. Pero, mírate. Si estás cada vez más flaco, y con menos color...
El ebanista se alejó, despacio, sin contestar a esa última observación, ansioso por reencontrarse con su obra.
Con el paso de los días le fue ocurriendo algo. Su inicial desagrado con el féretro que estaba construyendo, que iba a ser el suyo propio, se fue transformando, muy poco a poco y por increíble que pueda parecer, en veneración. Esto es, a fuerza de ser la principal ocupación de su vida, se fue enamorando de su propia creación, y la obsesión fue dando lugar al esmero, a la pulcritud, al cuidado de los detalles. Diríase que, como en una ironía macabra, vivía para confeccionar su propio entierro.
Y así hasta que llegó el día en que lo terminó. Perfectamente acabado, sobrio, pulido y elegante. Parecía mentira que lo hubiera construido sin ayuda una sola persona de su edad. Cuando lo vio terminado, Marcelo lo miró y, tras una breve pausa, dijo en voz queda: ¡Qué bonito me ha quedado! Y se echó a llorar como consecuencia de su amarga liberación.
El trabajo había terminado y, si bien cabía esperar que la obsesión también, en realidad no sucedió así. El artesano continuó viviendo de forma huraña, cada vez más apartado de sus vecinos y amigos. Su aspecto se deterioró aún más, no tenía gana de comer, ni de dormir. Aquel nuevo objeto que ahora presidía su almacén ejercía un extraño influjo sobre su persona, como si de alguna manera la muerte empezara a tirar de él más que la vida.
Cierta noche se sentía especialmente intranquilo en su austera vivienda. Sin saber por qué, decidió salir a pasear. Se colocó el abrigo y marchó con paso lento por la calle. Josefa, la pollera del mercado, se asomó a la ventana de su dormitorio justo en el momento en que Marcelo caminaba por debajo, le vio y se santiguó, sobresaltada por lo demacrado que le pareció. Avisó a Cosme, su marido, y juntos vislumbraron desde el alféizar su triste silueta encaminándose hacia el almacén.
–¡Por Dios! –exclamó Cosme–. ¿Dónde irá este hombre a estas horas? Miedo me da, que el Marcelo últimamente está más p'allá que p'acá.
–Me preocupa -le contestó su mujer–. Mira que si se va a poner a currar a estas horas... Que ya no tiene edad. Anda, ¿por qué no te vistes y le sigues, a ver si le va a pasar algo?
–¿Estás loca? ¡Que mañana hay que madrugar!
–Por favor, Cosme. Que tengo un mal presentimiento. Me da que le va a suceder algo malo.
–Está bien. Iré a ver.
El ebanista ya había llegado a su almacén, y no se resistió a introducir la llave en su cerradura y abrir la puerta metálica, que dejó escapar su habitual chirrido quebrando el silencio nocturno. Alargó el brazo por la pared del lateral hasta que, tanteando, llegó a tocar el interruptor. La estancia se iluminó y allí estaba, en el centro, el majestuoso féretro.
Entornó la puerta y fue, despacio, hacia su obra. Últimamente, su presencia le resultaba tranquilizadora. Como el chupete para los bebés, o el bastón, las gafas o el chato de vino para los aldeanos adultos, el ataúd era para Marcelo su consuelo. Puesto que llevaba varias noches sin pegar ojo, en el momento en que se sintió más relajado, al ebanista le entraron el sueño y las ganas de tumbarse, y se preguntó, quizá sin mucha lógica pero fue así, que qué tal se estaría allí dentro. Esmero le había puesto para que su obra quedase mullida y confortable, desde luego. Y no le pareció tan descabellado echar allí mismo una cabezada. Así que levantó la tapa, se quitó los zapatos, y se tumbó en tan fúnebre catre, cerrando a su vez, complacido, los ojos.
Al poco, otros pasos llegaban hasta el almacén. Cosme, aterido de frío, veía la puerta entornada, y un haz de luz que emergía desde su interior rompía en aquel lugar la negrura de la noche. -¿Qué demonios estará haciendo ese pobre loco allí? Un día de éstos se va a morir trabajando-, pensó.
Llamó con los nudillos en la puerta metálica.
Tan sólo le respondió el silencio. Y el haz de luz que emergía del interior.
–¡Marcelo! ¡Marcelo! –se atrevió a gritar.
Como tampoco obtuvo ninguna respuesta, no tuvo más remedio que entrar.
El espectáculo que vio Cosme le produjo tal sobresalto, que soltó un alarido, dio dos pasos atrás, tropezó con el saliente de la puerta de entrada y cayó al suelo. Aquella estancia iluminada, con un féretro en el centro, y Marcelo metido en él, quieto, con el semblante pálido, casi lo mata del susto. Temblando, fue capaz de incorporarse y se dispuso a salir corriendo, cuando oyó detrás de sí la voz de Marcelo que le llamaba.
–¡Cosme! ¡Eh, Cosme! ¡No te vayas!
El marido de la pollera se quedó petrificado. No daba crédito. Giró la cabeza muy lentamente, casi sin atreverse a ello. Y pudo ver cómo el poeta de la madera estaba saliendo de la caja mortuoria por su propio pie.
–¿Co... co... cómo es posible? –Balbuceó.
–Nada, hombre. Que me había quedado dormido.
–¿Pe... pero... ahí?
–Sí. ¡Ahí! Lo he hecho para mí. ¿Te gusta?
Cosme, que era un hombre más bien aprensivo, y supersticioso como su mujer, se sentía cada vez más espantado.
–No, no, no, no... No me gusta nada.
–Fíjate, Cosme. ¡Qué madera pulida! –dijo acariciando suavemente la tapa, que descansaba en el suelo, abierta–. Esta es sin duda mi mejor creación. ¿No sientes, Cosme, cómo llama?
A su interlocutor se le aflojó la vejiga, orinándose encima.
–¿Que... que eso te llama?
–¡Pues claro! ¡Por Dios bendito! ¿No lo sientes?
Le asió por un brazo y le acercó hasta su creación. Cosme se sorprendió por la inusitada fuerza que parecía poseer aquel perturbado que se siente atraído por un ataúd que le llama.
–Mi fin está cerca. Pero me queda el consuelo de haber fabricado mi propia caja. -Entonces miró a su interlocutor con brillo renovado en sus ojos- ¡Quiero morir, Cosme! Quiero fundirme con mi propia creación, y descansar bajo mi tierra.
–¡Suéltame, maldito loco! –gritó Cosme, dando un fuerte empujón a Marcelo, con tan mala fortuna que le hizo soltarse y tropezar con el féretro, para caer hacia atrás, golpeándose fuertemente la cabeza con la tapa. El desdichado murió en el acto, con una desgarbada postura corporal: una pierna fuera de la caja, los brazos semi apoyados contra los laterales, la boca abierta, y la mirada extraviada por la sorpresa buscando el infinito. Por detrás de su oreja izquierda comenzó a manar un reguero de sangre que se extendía por la madera oscura.
El alarido inhumano de Cosme se oyó a lo largo y ancho del pueblo, despertando a la mayoría de sus vecinos. Muchos salieron de sus casas y acudieron hasta el taller que tantas veces había sido el santuario del poeta de la madera. Allí encontraron al marido de la pollera en un estado de profunda crisis nerviosa, gritando, tiritando, y señalando un ensangrentado ataúd de madera oscura con un cadáver que todos reconocieron al instante.
Todos en Rascafría creyeron el relato del afectado Cosme. Concordaba, además, con los resultados de la autopsia practicada, y con las versiones que los vecinos aportaron a la policía para sus oportunas diligencias acerca del extraño comportamiento que había exhibido su entrañable ebanista durante los últimos días. Al desdichado Marcelo le dieron cristiana sepultura en el féretro que él mismo había confeccionado en una breve ceremonia oficiada por don Tomás, el veterano párroco del pueblo. Muy pocos asistieron, tan solo un puñado de lugareños, entre los que se encontraban Cosme y Josefa, que sentían en lo más hondo de su ser que no podían faltar. Y no es que los demás no sintieran aquella perdida, sino que se encontraban atenazados por un ancestral pavor a lo desconocido, pues unos acontecimientos tan funestos e ilógicos sólo podían explicarse mediante algún sentido maligno de destino que tan de pronto no podían soportar.
Sin embargo, pasada una semana la normalidad se fue instalando en Rascafría, y la mayoría de los lugareños fue olvidándose del incidente. Cosme, obviamente, no se encontraba entre ellos. Había mejorado de su estado psíquico, sí, pero no podía entender que su viejo maestro y compañero finalizara sus días en aquel estado de enajenación obsesiva por un fatídico empujón del cual él mismo fue un involuntario protagonista. Marcelo, aunque de manera involuntaria, había muerto empujado por su propia mano, y esa era la terrible realidad que tenía que asumir.
Cierta noche después de cenar, Josefa recogió la mesita de la cocina en silencio. Cosme miraba por la ventana hacia el exterior distraído, sin fijar la vista en un punto concreto. Ella le dijo:
–Ya es hora de dormir. ¿Vamos a la cama?
–Ahora voy –contestó, lacónico.
–No tardes.
Pero ella tuvo tiempo de lavarse los dientes, ponerse el pijama, leer un rato... y dormirse. Cosme aún meditaba sobre la mesa de la cocina. Una idea le rondaba por la cabeza.
Ahora que no está Marcelo, el día de mañana... ¿quién hará mi ataúd?
Dedicado a Valdemar, porque en la génesis de este relato creyó en mí más que yo mismo.
Por eso duermes mal por las noches....???
ResponderEliminarLos anónimos son míos...
ResponderEliminarJa, ja... Me había quedado pensando quién podía haber escrito eso. Más que dormir mal, duermo poco.
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