domingo, 12 de marzo de 2023

El bibliófilo

«Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los bichos, el tiempo, y su propio contenido»

Paul Valéry 


Jacinto Verdaguer era lo que podríamos considerar un padre de familia ejemplar. Felizmente casado con Susana Calderón, tuvieron dos hijas, Andrea y Cristina, que en el momento de los hechos que voy a relatar, tenían catorce y doce años de edad respectivamente. Vivían los cuatro en una vivienda de 140 metros cuadrados situada en el Ensanche de Vallecas, de Madrid. Gozaban de una situación económica bastante desahogada, dadas las ocupaciones de ambos: ella trabajaba como ingeniera informática de una gran empresa, mientras que él regentaba una tienda de venta y reparación de bicicletas, negocio que vivió un espectacular auge durante esa época de nuestro pasado reciente conocida como postpandemia.

Ambos se sentían suficientemente realizados con sus ocupaciones, pero lo que realmente amaba Jacinto no eran las bicicletas, sino los libros, concretamente en su versión física más clásica, esto es, en tapa dura y con una buena encuadernación. Nada, por tanto, de ediciones en tapa blanda o de bolsillo, mucho menos en formato electrónico. De manera que, cuando compraron su vivienda actual, dispuso que, además de un dormitorio para el matrimonio y otro para las niñas, la casa destinara otra habitación a una buena biblioteca. Idea que a Susana, en un principio, no le pareció mal.

Y así lo hicieron. Esa tercera habitación fue amueblada con una mesa de escritorio color cerezo, con un ordenador de sobremesa, una lámpara de flexo y una cómoda silla de oficina, situado el conjunto frente a la ventana, y estanterías a juego, que ocupaban el resto de las paredes, destinadas a albergar las futuras obras literarias.

Así, la biblioteca fue creciendo con adquisiciones que Jacinto fue realizando de múltiples formas: visitando librerías antiguas del centro de Madrid y de otras ciudades, comprando por internet, poniéndose en contacto con otros bibliófilos con los que llegaba a intercambiar algunos ejemplares... Todo ello fue en principio una actividad sosegada y razonable, y la habitación fue cobijando una envidiable colección de literatura clásica, con versiones muy codiciadas de las obras más destacadas de la antigüedad, el medievo, el Renacimiento, el Barroco, la gran novela del siglo XIX...

El señor Verdaguer pasaba horas y horas en ese lugar. Se acercaba a la estantería, permanecía unos segundos mirando el conjunto, como valorando, alargaba su mano, cogía un ejemplar con sumo cuidado y se sentaba en la silla de oficina. Antes de abrirlo, acariciaba el libro y lo olfateaba, cerrando los ojos de puro placer. Luego, lo apoyaba en la mesa y leía con devoción.

-Fíjate -le contaba una tarde a su mujer- la que le lían a Edmundo Dantés en El conde de Montecristo. Le encarcelan el día de su boda por una carta que le preparan unos miserables para que le acusen de bonapartista. No me extraña que, cuando logró escapar, viviese sólo para la venganza.

-¿Y tú crees que eso merece la pena? -Respondió distraída su esposa.

-No es que crea eso. Es que puedo sentir su frustración, su rabia. Me llega a doler el estómago sólo con pensarlo.

Así transcurrían sus tardes. Cuando no se angustiaba con las tribulaciones de Edmundo Dantés, se desesperaba con Ulises en busca de su Ítaca, o primero se autojustificaba y después se remordía como Raskolnikov a consecuencia de su doble asesinato.

Su pasión literaria fue a más, hasta el punto en que cuando Susana le avisaba para cenar, empezó a retrasarse, aduciendo que le quedaba poco para terminar una página o un capítulo, que iría enseguida, para después pasar directamente a declinar la invitación. Cenad vosotros, que ya iré yo, solía decir. Jacinto ya vivía más entre los argumentos de sus novelas que en la realidad.

-Jo, llevo dos días que no veo a papá -refirió una noche Andrea a su madre-. Se encierra en esa habitación y no sale. Como tengo cole y me tengo que acostar pronto...

-Ni yo -dijo al momento Cristina.

Susana miró a sus hijas, mientras masticaba despacio una croqueta. Sabía que las niñas tenían razón. Su marido se estaba convirtiendo poco a poco en un extraño para su propia familia.

-Es que le encantan los libros, ya sabéis -dijo, quitando hierro al asunto-. Hablaré con papá y le diré que queremos cenar con él.

-¡Síiiii! -dijeron las dos al unísono.

Esa noche, como tantas otras, las niñas se acostaron y Jacinto seguía sin salir de la habitación. Susana recogió la cocina y fue al salón a ver un rato la tele mientras esperaba a su marido. Pero éste no aparecía. Finalmente, apagó el televisor pulsando el mando a distancia y se levantó para irse a dormir, no sin antes pasar por la biblioteca.

Dio dos toques con los nudillos en la puerta y abrió a continuación, sin esperar respuesta. Allí estaba el hombre, enfrascado en su lectura.

-¡Jacinto, por Dios!¡Que son las once y media y mañana tenemos que trabajar!

El aludido levantó la vista y miró a su mujer de forma bobalicona, como si no comprendiera su enfado.

-Perdona, cariño. Es que estaba en un momento muy interesante.

Susana dio dos pasos hacia la mesa y giró la tapa del libro con poca delicadeza para ver qué diablos estaba leyendo su esposo.

-¡Cuidado! -dijo él con angustia-. Es un ejemplar de Los tres mosqueteros, editado en 1930, muy difícil de conseguir.

-¡Hoy Los tres mosqueteros! La semana pasada era La divina comedia, antes fueron A la busca del tiempo perdido, y Miguel Strogoff -la mujer hizo una pausa mirándole fijamente con los brazos en jarras-. ¿Y tu familia, Jacinto? ¿En qué lugar queda tu familia? ¡Que ya no te vemos ni para cenar!

-Pero... pero... Es que yo me meto en los libros y pierdo la noción del tiempo. ¿Tú no sabes que yo me pongo a leer y me siento D'Artagnan? Es que hasta puedo sentir el acero de las espadas de los enemigos chocando contra la mía.

Susana le dedicó una sonrisa esquinada.

-Sí, claro. Y estuviste en los siete infiernos de Dante también, ¿no?

-¡Pues claro! -le respondió Jacinto, con los ojos muy abiertos-. ¡Y con Miguel Strogoff con la espada incandescente sobre los ojos! Menos mal que con las lágrimas no consiguieron dejarme ciego los tártaros esos.

-Estás como una cabra.

Y la mujer dio media vuelta, salió de la habitación sin cerrar la puerta y se metió en la cama sin pizca de sueño. Esos libros me van a costar el matrimonio, ya ni recuerdo la última vez que hicimos el amor, pensaba. Y, a pesar de que estuvo despierta durante al menos un par de horas, acabó durmiéndose antes de que su marido entrase en el dormitorio.

Escenas similares fueron sucediéndose con el paso de los días y las noches, desembocando en discusiones entre la pareja. Como si de un drogodependiente se tratara, Jacinto le prometía a su mujer que ya no volvería a suceder, que se corregiría, que dedicaría un tiempo a sus libros y luego podrían contar con él para todo. Pero todo fue en vano. Mientras, la biblioteca continuó creciendo y el espacio en las estanterías empezaba a escasear.

Una mañana, desde el ordenador del trabajo, Susana consultó la cuenta bancaria común que el matrimonio mantenía para afrontar los gastos domésticos. Para su sorpresa, encontró un descubierto de unos quinientos euros. Buscó entre los movimientos recientes y vio que habían sido transferidos mil euros a la cuenta de Jacinto.

Enrojeció. Con un movimiento brusco, agarró el móvil que reposaba encima de su mesa y salió a grandes zancadas del despacho que tenía en común con otros cuatro trabajadores más, buscando un rincón con cierta intimidad para poder hablar. Buscó el contacto de su marido y llamó.

-Dime, cariño -escuchó al otro lado.

-La cuenta común está en descubierto. ¿Me puedes explicar qué ha pasado?

Hubo unos instantes de silencio que a Susana le parecieron una eternidad.

-Ah, sí. No es nada. Es sólo... que tomé un poquito de dinero prestado, pero pensaba reponerlo en un par de días.

La ira la consumía.

-¿Cómo que un poquito de dinero prestado? ¡Mil euros, Jacinto! ¿Y has sido capaz de no decirme nada?

-No... si es que... verás... en seguida lo repongo. Es que hemos tenido una semana muy mala en la tienda...

-Pero ¿qué me estás contando? ¿Para qué necesitabas ese dinero?

-Para unos libros.

-¡¡¡Maldita sea, Jacinto!!! ¡Haz un ingreso de quinientos euros inmediatamente! ¡No quiero pagar intereses por tus caprichos!

Y le colgó. Susana volvió a su sitio, airada. Sus compañeros la vieron tan alterada que no se atrevieron a preguntarle nada. Al momento, recibió un mensaje de su marido por WhatsApp: No puedo reponerlo ahora. No tengo suficiente en mi cuenta. En un par de días.

No le contestó. Procedió a reponer el dinero ella misma.

Aquella tarde, ambos se enzarzaron en una agria disputa conyugal que terminó como solían terminar todas en los últimos meses: con ella en la cocina con los ojos enrojecidos y él encerrado en la biblioteca.

Al día siguiente fue peor. Susana aprovechó la media hora de descanso a la que tenía derecho en su empresa para telefonear a Jacinto. Eran las diez y media de la mañana y tuvo que hacer varias llamadas para que Jacinto respondiese.

-Me he quedado dormido -dijo, casi inocentemente-. ¿Sí? ¿Tan tarde es? Voy inmediatamente. Sí, sí, claro que voy ya.

Esa mañana la tienda abrió pasadas las doce del mediodía. Y esa escena se repitió un par de veces. El negocio de las bicicletas entró en mala dinámica. Los números no salían y su cierre parecía inevitable. Sin embargo, aquello no parecía preocupar a Jacinto, quien sólo demostraba interés por seguir añadiendo libros a su colección. Ella se ocupaba por completo de la casa, del colegio de las hijas, de las comidas, de que se pagaran las facturas, y de su propio trabajo.

No puedo más. Voy a pedir la separación, se dijo.

Y se encaminó hacia esa siniestra habitación en que se había convertido la biblioteca. Abrió la puerta sin llamar. Multitud de ejemplares se agolpaban en las estanterías, unos encima de otros, en posición horizontal y vertical. Por las esquinas crecían más pilas de libros polvorientos sin otro soporte que el propio suelo. En esa atmósfera asfixiante se encontraba Jacinto, como un trasto más, sentado en la silla ergonómica, con un volumen en las manos. Ella reparó en que su aspecto era digno de lástima: había perdido peso, estaba pálido y demacrado. Sus ojos brillaban a la luz del flexo, circundados por unas considerables ojeras.

Él ni se volvió a mirarla. Seguía leyendo como si no hubiera nadie más en la habitación.

-Jacinto... Pero ¿tú te ves? -No obtuvo respuesta. Tras una pausa, continuó-. Me quiero separar, Jacinto. Yo no puedo seguir viviendo así.

El marido siguió leyendo como si no la oyese. O quizá realmente no la oía.

-¡Asco de libros! -gritó Susana, temblando de tristeza y de ira, y agarró el que estaba leyendo su marido. Intentó apartárselo con un tirón seco, pero no pudo. Aquel hombre, que en ese momento era todo pellejo y ojos, parecía haber adquirido una fuerza sobrehumana para bloquear el objeto que sostenía entre las manos. Y en ese momento, recobró el habla y empezó a gritarle a ella:

-¡¡¡Quieta!!! ¡Ni se te ocurra maltratar esta maravilla! Es un Drácula, de Bram Stoker, de 1898, una de las primeras ediciones. No podría encontrar otro igual.

-Te acabo de decir que me quiero separar... ¿y sólo respondes cuando te intento quitar el libro de las manos?

Aquel hombre continuó con lo suyo.

-Es terrible. El vampiro está haciendo estragos. Jonathan pudo escapar, pero ha desangrado a toda la tripulación del Demeter y a Lucy. Ahora va a por Mina. Haz lo que te parezca y ¡déjame en paz! ¡Lárgate de aquí!

Ella se llevó las manos a la cara y salió de la habitación llorando. Las lágrimas volvieron a brotar varias veces durante aquella larga tarde. Se acostó con la determinación de, al día siguiente, llamar a un abogado para iniciar los trámites de separación. Esa noche no durmió. Y no sintió a su marido salir de la biblioteca.

A la mañana siguiente, se levantó, se dio una ducha, se arregló mínimamente, llevó a las niñas al colegio, que ya hacía tiempo que ni preguntaban por su padre, y acudió a la oficina, todo ello sin coincidir en ningún momento con su marido. Esta vez aprovechó el descanso de la mañana para reservar cita con el abogado para esa misma tarde.

Cuando terminó la jornada, volvió a casa. Estaba todo en silencio. La puerta de la tercera habitación permanecía cerrada y aquello a Susana le extrañó. Esta vez dio dos golpes de nudillos en la puerta.

No hubo respuesta.

-¿Jacinto?

Dio tres golpes. Silencio.

Giró despacio el pomo de la puerta y abrió. Ahí estaba su marido de espaldas. A plena luz del día y con el flexo encendido iluminando las páginas de un libro abierto sobre la mesa. Pero él se encontraba con el cuerpo y la cabeza apoyados en el respaldo de la silla.

-¿Jacinto?

Se acercó a él y, cuando estuvo a su altura, pudo comprobar que el hombre tenía los ojos abiertos sin mirar a ninguna parte. No respiraba.

-¡¡¡Jacinto!!!

Se llevó las manos a la boca. Su esposo estaba completamente inerte, con los ojos sin vida, la piel extremadamente pálida y la boca, entreabierta.

Gritó. Le levantó el brazo izquierdo y trató de tomarle el pulso, pero éste era inexistente. Lo abofeteó. Intentó incorporarlo, pero no hubo respuesta. Ese cuerpo consumido no reaccionaba. Entre llantos y gritos, consiguió llamar al teléfono de urgencias.

Vino un médico que lo único que pudo hacer fue certificar la defunción de Jacinto Verdaguer. Insuficiencia cardíaca provocada por el abandono continuado al que había sometido a su cuerpo durante un tiempo excesivo. Eso le dijo a ella en un primer momento.

Pero eso no era todo.

El facultativo recomendó a Susana que, dado su estado de nerviosismo, saliese de la habitación e intentara relajarse un poco, que necesitaba realizar un reconocimiento un poco más detallado. La defunción era evidente, pero que había que precisar algunos aspectos de relevancia. Que más adelante se lo explicaría.

Había percibido que aquella palidez tan extrema en alguien recientemente fallecido no era normal. Abrió su maletín y procedió a efectuar algunas pruebas. Los resultados obtenidos hacían necesaria una autopsia, incluso una inminente presencia policial en aquella casa. Concluyó, con horror, que aquel cuerpo no contenía ni una gota de sangre en su interior, como si alguien, a saber con qué procedimientos, se la hubiese extraído.


2 comentarios:

  1. Buenísimo, me encanta esta tensión...pero si está unido al sello Drácula ya sabes que a los encantos de ese ser, caigo como Lucy. Me gusta que alternes el asesinato masculino y femenino. La mujer joven y sola, siempre ha sido presa perfecta para el escritor. Pero este abanico de curiosas muertes, es una delicia...en lo que a la lectura se refiere, claro.
    Tu admiradora, Belén

    ResponderEliminar
  2. Jajajaja... ¡Qué bien te sabes Drácula! En cuanto a lo que dices de la mujer joven y sola, es cierto. Llega a ser un cliché que hay que intentar superar. Muchas gracias por tus comentarios, que siempre animan a seguir.

    ResponderEliminar