domingo, 23 de marzo de 2014

Un sueño en la favela



Teñido el cielo de amaranta y grana,
la brisa de la tarde entre las flores
suspirará también a los rigores
de tu amor triste y tu esperanza vana.

José de Espronceda: A un ruiseñor


Paulo vive en una favela marginal de Brasil. Con doce años, es el mayor de cinco hermanos en una familia que con sus padres suma siete miembros. Los únicos ingresos que obtenían por el trabajo de peón del padre se han esfumado con el cierre de la empresa para la que trabajaba. Actualmente viven de una diminuta ayuda del gobierno brasileño y, fundamentalmente, de la caridad de sus compatriotas.
Paulo es la esperanza de la familia, pues sabe jugar muy bien al fútbol. De hecho, no sería el primer caso de una figura canarinha salida de ese pozo negro que son las favelas. Y por ello Paulo se entrena y se cuida, vive por y para el fútbol. De hecho, los entrenadores que ha tenido en el colegio le consideran y valoran, no demasiado para que no se lo crea, pero todos ellos coinciden que aquel chico moreno, delgado y algo reservado, tiene talento a raudales.
Cada tarde se cuela en el autobús para acudir al entrenamiento, pues no puede pagarse el billete. Sale con mucho tiempo por delante, por si le pillan. En ese caso, le tocaría bajarse y cubrir toda la distancia corriendo, con carrera suave. Esto me servirá de calentamiento, se decía la última vez que le pidieron el billete y no lo tuvo. Cuando regresa a casa, cena y se acuesta lo más pronto que puede, para reponer fuerzas. Pero no se duerme inmediatamente, sino que en la cama analiza todo el entrenamiento: los estiramientos, las series de velocidad, las jugadas. Todo para ver de qué manera podía mejorar tal o cual movimiento, pase, regate o el lance del juego que sea. Y así pasa las noches, analizando y soñando con la estrella que algún día sería.
En la escuela, esporádicamente se escaquea de las clases para irse con el balón. Si encuentra con quien jugar, perfecto, y si no, también, porque, en este último caso, se lía a darle toques: con un pie, con el otro, con la rodilla, con la cabeza… con lo que sea. O contra una pared. Y si no, a regatear árboles o postes de la luz. Ni siquiera le impedía ejercitarse un hormigueo que le recorría las piernas, no muy intenso pero sí bastante constante, durante los últimos días, que él mismo achacaba a la cantidad de ejercicio que hacía al día, entre entrenamientos, partidos y carreras por falta de billete de autobús.
Y llegó el día soñado. Un cazatalentos del Botafogo F.C. llamó a las puertas del colegio para localizar a ese chico flaquito que juega como los ángeles, del que todo el mundo habla. El cuerpo técnico entero del Botafogo estaba sinceramente interesado en él.
El director del colegio le hizo saber al cazatalentos que Paulo procedía de una familia muy pobre, que ni siquiera tenían para comprarle el equipamiento necesario, y que estudiaba gracias a una beca concedida por el gobierno brasileño. A lo que el cazatalentos respondía que todo eso ya lo sabían, que el club estaba dispuesto a costearle lo que fuese necesario. Incluso a pagarle lo que precisara para los estudios o para el transporte.
Paulo recibió la noticia no sin cierto vértigo. Mientras escuchaba al visitante sentía como si una puerta invisible se empezase a abrir de par en par permitiendo la entrada de tanto aire fresco que le llegaba hasta a marear un poco. Sólo tenía que ir a una dirección, hacer una prueba sobre algo que dominaba y empezar a construirse un porvenir más que prometedor con la gran pasión de su vida, además de aliviar sensiblemente la maltrecha situación económica de sus padres.
Casualmente, el hormigueo de sus piernas había ido a más en los últimos días. De hecho, durante las clases se encontraba bastante incómodo y le costaba concentrarse. Pero en cuanto sus pies entraban en contacto con el cuero, las molestias simplemente no existían, así que aquello no iba a suponerle ningún problema para la prueba, que, según había informado el cazatalentos, se iba a realizar dentro de una semana exacta. Además, ese día vendrían y le llevarían al estadio con un coche, con lo que ni siquiera tendría que caminar.
Pero según iba acercándose la fecha señalada, aquella sensación que en principio era una pequeña molestia de difusa localización devenía cada vez más en dolor interno, como de reúma. Paulo se decía a sí mismo que no pasaba nada, que por un poco de dolor no se deja de jugar al fútbol, que él hacía su prueba cuando le habían citado pasase lo que pasase. Moriría antes que dejar de hacerla.
Cuando aquel día un afable empleado del club vino a buscarle en coche, encontró a un chaval, no ya delgado, sino demacrado. Su cara de natural morena ese día estaba pálida y constreñida en un rictus de dolor. Era evidente que le pasaba algo, pero era tal la determinación de Paulo a subir al vehículo, que el empleado se abstuvo de disuadirle. Una vez dentro, hicieron el recorrido sin hablar.
En el vestuario, mientras se cambiaba, Paulo sintió náuseas. Son los nervios, se dijo. Pero no pudo evitar tener que correr al inodoro a echar hasta la bilis. Después, se limpió escrupulosamente y se lavó la cara para despejarse, y también para tener mejor aspecto antes de saltar al campo.
Con ansiedad, se puso la equipación que el club le había facilitado, y después pisó el césped con determinación. Hizo dos series de velocidad que cumplió con suficiencia. Le pasaron un balón para que le diera toques y él, a pesar de los dolores, hizo verdaderos malabarismos que hicieron las delicias de más de uno de los allí presentes. La cosa empezaba a pintar bien.
Ya sólo quedaba el partidillo. Le alinearon como media punta en uno de los dos equipos. El corazón le latía con fuerza porque aquello era lo que más le gustaba. Había llegado el momento de disfrutar y hacer disfrutar, de seducir al público, de demostrar en la práctica todo lo que sabía hacer, de olvidarse de todo por unos instantes para labrarse un futuro prometedor, de correr, de pasar, de regatear, de chutar, de presionar, de mandar, de hacerse ver. De jugar.
El árbitro hizo sonar su silbato y el mundo más allá del estadio ya no existía. Un compañero le pasó el primer balón. Lo recibió con gusto, levantó la cabeza, miró a los lados y se vio presionado por un rival. Giró con un quiebro hacia su derecha para evitar que le quitara la pelota y, en ese preciso momento, notó como un latigazo de electricidad que recorrió sus piernas en una décima de segundo, de tal magnitud que, tras arrancarle un grito estremecedor, sus piernas fueron incapaces de sostenerle y su vista se nubló hasta que todo se volvió negro, justo antes de desplomarse, sin sentido, en el suelo.
Despertó en una habitación de hospital acompañado de tres personas con bata blanca, dos hombres y una mujer. Se vio tapado de pecho para abajo con una sábana blanca, el pecho cubierto de electrodos y el brazo izquierdo perforado por la aguja de una vía por la que se le suministraba suero y medicamentos. No sentía nada.
-Hola, Paulo. ¿Cómo estás? –Le dijo la mujer, con una sonrisa muy profesional para ocasiones como aquella. Era una enfermera de pelo rizado y rubio de mediana edad, acostumbrada a tratar con los pacientes.
-¿Qué ha pasado? ¿Qué hago aquí? –Respondió él con unas preguntas que efectivamente eran importantes para él. Además, realmente no hubiera sabido como estaba.
-Tranquilízate –Respondió el hombre más joven, de pelo corto y negro, enfermero también-. Has tenido un desvanecimiento.
-Pero si yo… Yo sólo estaba jugando al fútbol… Era una prueba. ¡Dios mío, la prueba!
-Calma. Olvídate de la prueba –intervino el tercer hombre, el mayor de los tres, con el pelo blanco y perilla también cana, aunque todavía no era un anciano. Resultaba ser el doctor Baltazhar, oncólogo relevante, pero de carácter algo hosco-. Se trata de salvar tu vida, chico.
Silencio sepulcral.
-No te asustes –continuó-. Afortunadamente, hemos llegado a tiempo. Llevabas tres días inconsciente y durante este tiempo hemos estado haciéndote pruebas. Y hemos obtenido resultados.
Pausa. El doctor tragó saliva y continuó con su discurso.
-Al grano. Ya les he explicado a tus padres que padeces una rara enfermedad llamada osteosarcoma de Rehm, algo que prácticamente estaba extinguido, pero que aún nos surgen algunos casos. Pero, bueno, si se localiza a tiempo y se ponen los medios adecuados, como es tu caso, el paciente sale adelante. Estás de enhorabuena, chaval, que otros no han podido contarlo.
-¿Y cuándo volveré a jugar al fútbol? –Preguntó Paulo, con angustia.
Entonces el ambiente cambio. Los rostros de las tres personas con bata blanca se ensombrecieron, borrándose a la vez la sonrisa de sus tres caras. Hubo un instante de silencio tal que se hubiese podido cortar con un cuchillo. Paulo, como si leyese entre líneas aquel lenguaje no verbal, pareció comprender y con temor superior al que le producía la muerte, procedió a apartar, despacio, la sábana que le cubría.
Sus piernas habían sido terapéuticamente seccionadas por el fémur.

1 comentario:

  1. Relato entretenido y con un estilo realista, bastante parecido a un artículo de investigación novelado. A quien le gusta la temática le entrará bien.

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