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sábado, 9 de diciembre de 2023

El placer de escribir un relato de terror

Hoy quería reflexionar sobre lo que significa escribir, entendido como escritura creativa, en concreto escribir relatos. Para ello, partiré de mi propia experiencia.

Mi vena escritora empezó, más o menos, con la adolescencia. A diferencia de muchos grandes escritores, de pequeño yo no era especialmente lector. Me daba mucha pereza empezar a leer un libro, aunque lo que sí devoraba eran los tebeos. Me recuerdo bebiéndome las historietas de Mortadelo y Filemón, Doña Urraca, Carpanta, el Botones Sacarino, Sir Tim O'Theo, Pepe Gotera y Otilio, Zipi y Zape, etcétera, primero en revistas juveniles como Pulgarcito o Súper Mortadelo, y después en Colección Olé, Colección Ases del Humor, y Súper Humor. ¡Aquello era lo mejor! Los tebeos eran mi entretenimiento, mi reposo y mi refugio. Apenas leía libros, a duras penas los que me mandaban en el colegio, pero tebeos... una y otra vez. ¡Me los acababa aprendiendo de memoria de las veces que los releía!

Y en el colegio, en las clases de Lengua, me di cuenta de que me gustaba hacer redacciones con tema libre. Sencillamente, me lo pasaba bien inventando una historia, en vez de, como en la mayoría de las ocasiones, tener que aprenderme todos aquellos datos que luego tocaba vomitar en un examen. ¿Y sobre qué temas me gustaba escribir? Bueno, los que ya me habéis leído algo, os lo podéis imaginar: sobre terror.

Pero ¿por qué a un mocoso de diez, once o doce años le iba a gustar el terror? Bueno, no es muy fácil de argumentar racionalmente. Simplemente puedo dar unas pinceladas de mi infancia. Recuerdo cuando en la televisión salían los dos rombos con las Historias para no dormir, o Mis terrores favoritos, de Chicho Ibáñez Serrador, y yo me tenía que ir a la cama, mientras mis hermanos mayores se quedaban a ver aquello. El terror era un pasatiempo con lo que los mayores, al parecer, disfrutaban y sufrían a partes iguales. Y cuando me llegaban historias adaptadas para niños sobre los clásicos Drácula, Frankenstein, el hombre lobo, la momia... ¡a mí eran las que más me gustaban! Ahora mismo recuerdo también un cómic, antes lo llamábamos tebeo, en tapa dura de una historieta larga de Mortadelo y Filemón, que se llamaba Los monstruos, en el que los agentes tenían que vencer a esos seres clásicos terroríficos que antes mencionaba porque el Profesor Bacterio les había dado vida. ¡Era una gozada leer aquello, ver a esas criaturas dibujadas en caricatura... y luego dibujarlas yo! Porque de pequeño otra de mis pasiones fue, precisamente, el dibujo.

Luego también me influyeron las historias de miedo que se contaban. Recuerdo una que me contaban mis primos sobre una casa destartalada en la que, si pasabas cerca de un cuadro con un retrato, éste te seguía con la mirada. Y que si te levantabas por la noche para ir al servicio, podías ver, en la penumbra, reflejada en la pared del pasillo, la silueta de un anciano jorobado que portaba un candelabro. O también las que se contaban en las convivencias que hacíamos en el colegio, leyendas de una anciana enlutada que se aparecía por los caminos de Buendía porque había muerto al no querer irse de su casa cuando hicieron el pantano, o ésa sobre un hombre que había muerto estrangulado al clavarse accidentalmente su propia capa en la tapia del cementerio y echar a correr. ¡Era maravilloso escuchar aquello! ¡Y también era digno de ser reseñado el miedo que pasaba luego yo en la cama antes de dormirme! Así es el terror: goce y sufrimiento a la vez.

Pues si unimos estas vivencias inspiradoras al placer de escribir una redacción de tema libre, podemos empezar a explicarnos el porqué del placer de la escritura de los relatos de terror. Pero aún hay más.

Creo que fue cuando tenía 12 años, que cursando entonces 7º de E.G.B. nos mandaron leer las Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. Todo lo que había tenido que leer hasta entonces, simplemente lo digerí y ya. Pero en este libro encontré algo que hasta entonces no, y fue pasar miedo. Especialmente con El Monte de las Ánimas. Cuando la leí, pensaba que, si escribo alguna vez un cuento, me gustaría que se pareciese a éste. Luego, El miserere, La cruz del diablo o Maese Pérez el organista también dejaron su huella en mí.

Así, empecé a escribir cuentos. Era como contarme historias de miedo a mí mismo. ¿Cómo contar algo que pueda dar miedo a quien lo lea? Eso era todo un reto, un desafío, una aventura. Y cuando estaba metido en harina, ¿cómo seguir? ¿qué va a pasar? ¿va a sobrevivir el protagonista? Algo parecido a cuando jugabas con los soldaditos o los Airgam Boys, pero más maduro y abstracto.

Empecé a escribir más y a guardar lo que escribía. Llegó el B.U.P. y en Primero me mandaron leer otro libro que también fue crucial para mí: Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe. El maestro del horror quedará desde entonces y para siempre ya en mi alma como una fuente de inspiración permanente. El corazón delator, El gato negro, El pozo y el péndulo, La caída de la casa Usher... Al final de curso, el profesor nos preguntó que cuál había sido el libro que más nos había gustado. Las otras opciones fueron El hobbit, de Tolkien, Momo, de Michael Ende... y un tercero que ni recuerdo. Sin ánimo de despreciar a los otros, ¡para mí, no hubo color!

Al año siguiente, en Segundo, vino la debacle: profesor pésimo que me hizo aborrecer la Literatura, afortunadamente por poco tiempo, y libro salvador que me prestó un amigo, providencialmente: Drácula, de Bram Stoker, al que ya dediqué otro post, por lo que no me voy a extender más. Tan sólo que a partir de ahí despegué como lector y como escritor de historias. Empecé a leer mucho más y de más géneros, y a escribir cuentos más elaborados, primero a mano y después a máquina, porque entonces no había ordenador. Muchos de esos cuentos se acabaron perdiendo.

En el verano en que cumplí los dieciocho años cayó en mis manos otro libro digno de reseñar en este post: un volumen de la serie de libros Narraciones terroríficas, de Editorial Molino, unos ejemplares recopilatorios de relatos de distintos autores que, una vez más, me señalaban el camino que yo mismo debía recorrer algún día. Aún recuerdo los relatos El baúl de madera preciosa, de Joseph Payne Brennan, y La habitación en la torre, de E. F. Benson. Por favor, quien no los haya leído, que los lea.

A continuación vino la carrera: Filosofía. Y, como casi todos los filósofos, yo también soñaba con escribir algo que mereciera la pena y publicarlo. En la facultad compartíamos escritos y nos leíamos unos a otros, y yo seguía inventando historias que también acababan perdiéndose. No fue hasta hace unos pocos años que me decidía a abrir el blog Mis Engendros, con la pretensión de que, al menos, no se perdiese lo que escribía. Y así hasta ahora, momento en el que me encuentro con el enfoque que debí haber tenido hace ya muchos años, probablemente demasiados. Pero ya sabemos gracias al folclore japonés que el mejor momento para plantar un árbol fue hace veinte años y el segundo mejor momento es ahora.

Pues bien, todavía disfruto inventando relatos. Es como cuando era niño: contarme las historias de miedo a mí mismo, tratar de escribir los relatos que a mí me hubiera gustado leer. Cuando me pongo a escribir, al principio tengo que vencer mucha resistencia: hay cansancio, apetece más estar tumbado sin pensar o ver un vídeo de YouTube, o simplemente dormir una siesta. Pero si soy capaz de vencer esa pereza, en el momento en el que logro la concentración enfocada, ese conocido momentum o estado de flujo, no hay tiempo, no hay espacio, no hay otra realidad, que la que yo mismo estoy creando con mi cabeza, mis manos y las teclas del ordenador.

Pero ¿significa eso que en la escritura todo es pulsión, energía, deseo, goce estético? Evidentemente, no. Hay mucho de organización, de estrategia y de constancia. Mucha dedicación, mucha tensión y también mucha ansiedad en los días malos. Pero tengo claro que debo buscar ese disfrute cuando escribo. Si lo consigo, resultará mejor el producto final que si no.

Hoy, normalmente en los talleres de escritura suelen insistir mucho en que no es esencial que el escritor disfrute cuando está creando su obra. Y sé que tienen razón: lo más importante es la organización y el buen manejo del lenguaje para contar la historia de la mejor manera posible. Pero en mi fuero interno algo se rebela: para mí es esencial disfrutar. Y hasta cuando sufro, busco disfrutar en el sufrimiento. Algo así como cuando estás haciendo deporte y estás cansado, sudoroso, incluso con alguna herida, y sientes deseos de parar, pero sigues. Sigues sufriendo... y disfrutando. Como con el terror, mi receta es sufrimiento y goce a partes iguales.

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